Muchas ciudades europeas me atraen: Viena, Praga, Roma, Madrid, Barcelona, Londres, París tiene un no sé qué. El río Sena se abre para abrazar la Ciudad Luz; cuando sufre París, su amante, la torre Eiffel, ostenta luces tricolores: azul, blanco y rojo, por más que esté de duelo no se viste de negro. Entre la torre y la Catedral de Notre Dame van botes llenos de turistas. No muy lejos está la Sainte Chapelle con los vitrales más grandes y bellos del mundo.
El otoño francés, estación melancólica con hojas muertas, recuerda a Prévert, Jacques Brel, Edith Piaf. Mi mente imagina a César Vallejo paseando cerca del Arco del Triunfo: “De los campos Elíseos o al dar vuelta la extraña callejuela de la Luna, mi defunción se va, parte mi cuna, y, rodeada de gente, sola, suelta, mi semejanza humana dase vuelta y despacha sus sombras una a una”. Como Jacinto Santos Verduga, tenía Vallejo obsesión por la muerte. Profetizó su óbito equivocándose solo de un día. “Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Me moriré en París –y no me corro– tal vez un jueves, como es hoy, de otoño”. César murió en París, pero fue un día viernes santo con llovizna, quince de abril, en plena primavera. Frente a la reciente masacre en Francia, despiadados bombardeos en Siria, decapitaciones y degüellos, furia islámica, aviones franceses, ingleses, alemanes, rusos o norteamericanos, ciudades devastadas, niños, mujeres, adolescentes descuartizados por la metralla, ciertos versos del bardo peruano suenan proféticos: “Hay golpes en la vida tan fuertes... ¡Yo no sé!... Golpes como del odio de Dios, como si ante ellos la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma”. El poeta imaginó varias veces su deceso en aquella hermosa urbe: “Me gusta la vida enormemente pero, desde luego, con mi muerte querida, mi café, viendo los castaños frondosos de París”. ¿Creía el poeta en la predestinación así como Santos Verduga se sintió marcado? Vallejo exclamó dolido: “Mi ángel de la guarda renunció, también; esta vida es un hipódromo y yo aposté al jinete del Apocalipsis. Yo nací un día en que Dios estuvo enfermo”. Santos Verduga tenía fobia a otro día de la semana: “Y esta soledad en el alma que parece un domingo a las tres de la tarde”. La lluvia también perseguía a Vallejo: “Esta tarde llueve, llueve mucho. ¡Y no tengo ganas de vivir, corazón!”. Vallejo vivió amores dolorosos, a los 25 años conoció a Mirtho y por aquel desengaño intentó suicidarse. Su fiel compañera Georgette lo acompañó hasta su fallecimiento, dijo ella: “Cuando él murió, estuve ciega durante cuatro horas, estuve loca”. Luego de la muerte de su esposo, Georgette conservó abnegadamente todos sus manuscritos, salvándolos de una segura desaparición durante los años de la ocupación alemana en París, trasladó sus restos al cementerio de Montparnasse y escribió en su epitafio: “He nevado tanto para que duermas”. Casi todos nacemos para ser pronto olvidados. Eros y Tanatos, amor y muerte, siguen siendo los polos extremos de nuestra breve vida terrenal. (O)