Así, exactamente como lo sugiere la vieja canción del grupo español Mecano, que brilló en los ochenta, pero en otro contexto. La vida cotidiana siempre tiene sorpresas y las positivas exigen capacidad de reacción y sonrisa abierta. La oportunidad también sirve para que vuelen las palabras.

Hace tiempo me habían hablado de que el cantante y pintor César Augusto Montalvo había abierto un café en calles céntricas de la ciudad. Fotos en Facebook tentaban mi curiosidad. La noche del jueves pasé por el local, detuve mi vehículo, ingresé.

Me di cuenta de que un gran círculo de mesas empezaba a reunir personas, pero el abrazo del anfitrión, cercano desde mis años de colegio, me distrajo de la indispensable identificación de que se iba a celebrar una reunión específica. Fui recibida como una consumidora amiga.

El Cesars Coffe & Gallery es un lugar acogedor, adornado por los cuadros del dueño –que lleva años haciendo pintura, luego de su larga carrera como vocalista– y por una imponente litografía que liga a Guayaquil con el consumo de café. Recuerdo que muchas columnas atrás, alguna vez reclamé para nuestro puerto espacios para conversar con tranquilidad, esos locales que podrían encontrarse al paso, pero que no pueden imitar a los que tienen mesitas en las veredas en ciudades extranjeras, por la inclemencia de nuestro clima. No nos queda más que estar dentro de cápsulas refrigeradas para hacer un alto y –literalmente– refrescarnos.

Lo de buscar frescura bebiendo café parece una contradicción. Los efluvios calientes de esa bebida pugnan con la deshidratación de quien vive en clima tórrido, pero el hecho de pertenecer a una “cultura del café”, de tener acuñado en el paladar el seco, intenso y aromático líquido negro, nos hace necesitados consumidores. Por eso celebro que surjan esos espacios, pequeños y silenciosos, aromatizados y fríos, para sentarse hasta solo y mirar detrás de una vidriera, atender el gusto propio, sacar una agenda (¡o el celular!) para tomar notas.

La noche de marras un grupo de personajes de la cultura celebraba el cumpleaños de Rosalía Arteaga y de su hermana Claudia, a quienes no veía hace algunos años. La alegría bullía alrededor de ellas, y hasta llegó una copa a mi mesa; escuché los cálidos discursos, oí a la poeta Piedad Romo-Leroux declamar un preciso soneto a los amigos. No me había colado intencionalmente como dice la canción, pero el resultado era el mismo: estaba disfrutando de una reunión ajena. Mi cabeza utilitaria pensaba en que el lugar se presta para realizar actos literarios y debería estar más presente en los proyectos de los gestores culturales de la ciudad.

La música exploró el pasado. Las melodías de Jinsop, de Alberto Vásquez, de José José en voz de un primer cantante cuyo nombre no pude recoger y de César Augusto fueron fieles a un momento del gusto guayaquileño. Activaron la memoria de quienes tenemos la suficiente edad para recordar que le pusieron marco a las emociones y sueños de una época.

Lo bueno de todo esto es que haya puesto en nuestra ciudad para gente de todas las preferencias y edades. Los jóvenes no reconocerán ninguna de las canciones que escuché esa noche. No sé si serán inmortales. Pero hoy vive y late una generación que las repite con cariño. (O)