Quienes visitan Japón a menudo se sorprenden por lo próspero que parece el país. No tiene la pinta de una economía profundamente deprimida. Y es porque no lo está.
El desempleo es bajo; el crecimiento económico en general ha sido lento durante décadas, pero eso se debe en gran medida a que es un país que envejece y tiene cada vez menos personas en sus mejores años laborales. Medido en relación con el número de adultos en edad de trabajar, el crecimiento japonés en el último cuarto de siglo ha sido casi tan rápido como el de Estados Unidos, y mejor que el de Europa Occidental.
Sin embargo, Japón sigue metido en una trampa económica. La persistente deflación ha creado una sociedad en la cual las personas acumulan efectivo, haciendo más difícil que la estrategia política responda cuando suceden cosas malas, y esa es la razón por la cual los empresarios con quienes he estado hablando aquí estén aterrorizados por el posible desbordamiento de los problemas de China.
La deflación también ha creado una “dinámica de deuda” preocupante: Japón, a diferencia de, digamos, Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, no puede contar con que los ingresos crecientes vuelvan irrelevante al endeudamiento.
Así que Japón necesita romper de manera decisiva con su pasado deflacionario. Se podría pensar que esto debería ser fácil. Pero no lo es: Shinzo Abe, el primer ministro, ha estado haciendo un verdadero esfuerzo, pero aún tiene que lograr un éxito decisivo. Y la razón principal, diría yo, es la gran dificultad que tienen los formuladores de políticas para romper con las ideas convencionales de la responsabilidad.
Resulta que la respetabilidad puede ser un asesino de la economía, y Japón no es el único lugar donde esto ocurre.
Como dije, se podría pensar que poner fin a la deflación es fácil. ¿No se puede simplemente imprimir dinero? Pero la pregunta es qué se haría con el dinero recién impreso (o, más comúnmente, con las reservas bancarias que recién se hayan creado, pero llamémosle impresión de dinero por conveniencia). Y ahí es donde la respetabilidad se convierte en un problema.
Cuando los bancos centrales como la Reserva Federal o el Banco de Japón imprimen dinero, generalmente lo usan para comprar deuda gubernamental. En tiempos normales, esto da inicio a una reacción en cadena en el sistema financiero: Los vendedores de esa deuda gubernamental no quieren sentarse sobre efectivo ocioso, así que lo prestan, estimulando el gasto y dando impulso a la economía real. Y a medida que la economía se caliente, los salarios y los precios eventualmente empezarían a subir, solucionando el problema de la deflación.
Sin embargo, en estos días, las tasas de interés están muy bajas en la mayoría de las economías importantes, reflejando la debilidad de la demanda de inversión. Lo que esto significa es que no existe un verdadero castigo por sentarse sobre el efectivo, y eso es lo que hacen las personas y las instituciones. La Fed ha comprado más de 3 billones de dólares en activos desde 2008; la mayor parte del dinero que ha bombeado ha terminado solo inactivo en las reservas de los bancos.
Entonces, ¿cómo puede la estrategia política combatir a la deflación?
Bueno, la respuesta que actualmente se está poniendo a prueba en gran parte del mundo es la llamada relajación cuantitativa. Esta involucra imprimir una cantidad de dinero muy grande y usarla para comprar activos ligeramente riesgosos, con la esperanza de conseguir dos cosas: hacer subir los precios de los activos y convencer a los inversionistas y a los consumidores de que se aproxima la inflación, de manera que prefieran poner a trabajar al efectivo ocioso.
Pero, ¿esto es suficiente? Es dudoso. Estados Unidos se está recuperando, pero le ha llevado mucho tiempo llegar ahí. Los esfuerzos monetarios de Europa se han quedado muy cortos respecto de las expectativas. Y, hasta ahora, lo mismo aplica con la “Abenomía”, el audaz –pero no lo suficientemente audaz– esfuerzo para darle la voltereta a Japón.
Lo que es notable sobre este historial de logros dudosos es que realmente hay una manera infalible de combatir la deflación: Cuando se imprime dinero, no se usa para comprar activos; se usa para comprar cosas. Es decir, registrar déficits presupuestarios pagados con el dinero impreso.
Las finanzas deficitarias se pueden lavar, si se quiere, emitiendo nueva deuda mientras el banco central compra la deuda antigua; en términos económicos no marca diferencia alguna.
Pero nadie está haciendo lo obvio. Más bien, en todas partes, los gobiernos del mundo avanzado están involucrándose en una austeridad fiscal, arrastrando a sus economías, aun cuando sus bancos centrales están tratando de apuntalarlas. Abe ha sido menos convencional que la mayoría, pero incluso él obstaculizó su programa con un mal aconsejado aumento de impuestos.
¿Por qué? Parte de la respuesta es que las demandas de austeridad sirven a la agenda política, por el pánico en torno de los supuestos riesgos de que los déficits ofrezcan una excusa para los recortes en el gasto social. Pero la mayor razón de que sea tan difícil combatir la deflación, reitero, es la maldición de la convencionalidad.
Después de todo, imprimir dinero para pagar cosas suena irresponsable, porque lo es en tiempos normales. Y no importa cuántas veces algunos de nosotros tratemos de explicar que estos no son tiempos normales, que en una economía deprimida y deflacionaria la prudencia fiscal convencional es una tontería peligrosa, muy pocos formuladores de políticas están dispuestos a arriesgarse y romper con lo convencional.
El resultado es que siete años después de la crisis financiera, la estrategia política sigue siendo obstaculizada por la cautela. La respetabilidad está matando a la economía mundial.
© 2015 New York Times
News Service. (O)
La deflación también ha creado una “dinámica de deuda” preocupante: Japón, a diferencia de, digamos, Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, no puede contar con que los ingresos crecientes vuelvan irrelevante al endeudamiento.