El domingo, Henry Paulson, el exsecretario del Tesoro y republicano de toda la vida, publicó un artículo de opinión sobre la política climática en The New York Times. En él declara que el cambio climático provocado por el hombre es “el desafío de nuestros tiempos”, e hizo un llamado a tener un impuesto nacional a las emisiones de carbono para alentar la conservación y la adopción de tecnologías ecológicas. Considerando la prevalencia de la negación climática dentro del Partido Republicano de hoy y la total oposición a cualquier tipo de incremento tributario, adoptar esa posición fue valiente de su parte.

Sin embargo, no lo suficiente. Los impuestos a las emisiones son una solución de economía básica a los problemas de la contaminación; cada economista que conozco empezaría por aclamar a rabiar si el Congreso votara un impuesto general al carbono. Sin embargo, eso no pasará en el futuro inmediato. Un impuesto al carbono podría ser lo mejor que pudiéramos hacer, pero, de hecho, no lo vamos a hacer.

No obstante, hay diversas segundas cosas mejores (en el sentido técnico, como explicaré a continuación) que ya estamos haciendo o podrían hacerse pronto. Y la pregunta a Paulson y otros conservadores que se consideran ambientalistas es si están dispuestos a aceptar las segundas mejores respuestas y, en particular, si están dispuestos a aceptar las segundas mejores respuestas que implemente el otro partido. Si no lo están, su supuesto ambientalismo es un gesto vacío.

Daré algunos ejemplos de aquello de lo que estoy hablando.

Primero, habría que considerar las normativas como los estándares para el rendimiento del combustible o los mandatos de la “métrica neta” por los que se requiere que las compañías de servicios públicos compren la electricidad que generan los casatenientes con paneles solares. Cualquier estudiante de economía puede decir que tales normativas son ineficientes, en comparación con los incentivos limpios que se dan con los impuestos a las emisiones. Sin embargo, no los tenemos y las normativas sobre rendimiento del combustible y la métrica neta reducen las emisiones de los gases invernadero. Una pregunta para los ambientalistas conservadores: ¿apoyan que se continúe con tales mandatos o están con las organizaciones empresariales (encabezadas por los hermanos Koch) en su campaña para eliminarlas e imponer tarifas a las instalaciones solares domésticas?

Segundo, habría que considerar el apoyo gubernamental a la energía limpia vía los subsidios y garantías crediticias. De nuevo, si tuviésemos un impuesto apropiadamente elevado, ese apoyo podría no ser necesario (habría argumentos para promover la inversión, incluso entonces, pero no importa). Sin embargo, no tenemos ese impuesto. Entonces, la pregunta es: ¿se siente usted bien con cosas como garantías crediticias para las plantas solares aunque sabemos que algunos préstamos no saldrán bien, al estilo de los Solyndra?

Finalmente, ¿qué hay con las propuestas del Departamento de Protección Ambiental para que se use su autoridad regulatoria para imponer enormes reducciones en emisiones a las plantas de electricidad? El Departamento está ansioso por buscar soluciones amigables con el mercado hasta donde pueda, básicamente, imponiendo límites a las emisiones a los estados, en tanto que los alienta, y a grupos de ellos, a crear sistemas de tope y trueque que establezcan, efectivamente, un precio para el carbono. Sin embargo, ellos seguirán siendo un enfoque parcial para abordar solo una fuente de las emisiones de gases invernadero. ¿Está usted dispuesto a apoyar este enfoque parcial?

Por cierto: los lectores bien versados en economía reconocerán que estoy hablando sobre lo que se conoce técnicamente como “teoría del segundo mejor”. Según esta teoría, las distorsiones en un mercado –en este caso, el hecho de que hay enormes costos sociales por las emisiones de carbono, pero los particulares y las empresas no pagan un precio por emitir carbono– pueden justificar la intervención gubernamental en otros mercados relacionados. Los segundos mejores argumentos tienen una reputación dudosa en economía porque la política correcta es siempre eliminar la distorsión primaria, si se puede. Sin embargo, a veces, no es posible y esta es una de esas ocasiones.

Lo que me trae de vuelta a Paulson. En su artículo de opinión, equipara a la crisis climática con la financiera a la que ayudó a afrontar en 2008. Desafortunadamente, no es una muy buena analogía: en la segunda, podía argumentar, en forma verosímil, que faltaban unos cuantos días para que se produjera el desastre, en tanto que la catástrofe climática evolucionará a lo largo de muchas décadas.

Así es que sugeriré una analogía distinta, una que es probable que no le guste. En términos de políticas públicas, es probable que la acción climática –si es que llega a darse– se parezca a la reforma sanitaria. Es decir, será un compromiso incómodo, dictado en parte por la necesidad de apaciguar a intereses especiales, no la solución simple, limpia, que se habría implementado de haberse podido empezar de cero. Será el tema de un partidismo intenso, se dependerá abrumadoramente del apoyo de un solo partido, y será el tema de constantes ataques histéricos. Y, con todo, funcionará, si tenemos suerte.

¿Mencioné que es claro que la reforma sanitaria está funcionando, a pesar de sus fallas?

La interrogante para Paulson y quienes sostienen puntos de vista similares es si están dispuestos a aceptar ese tipo de imperfecciones. Si es así, son bienvenidos a bordo.

La pregunta a Paulson y otros conservadores que se consideran ambientalistas es si están dispuestos a aceptar las segundas mejores respuestas y, en particular, si están dispuestos a aceptar las segundas mejores respuestas que implemente el otro partido. Si no lo están, su supuesto ambientalismo es un gesto vacío.

© 2014 New York Times

News Service