El tema es antiguo y constante en la realidad de los ecuatorianos, pero hay que recordarlo de vez en cuando, hay que subirlo a la conciencia y hay que hacer sentir mal a quienes nos incomodan y nos hacen perder el tiempo. La impuntualidad es una lacra en la conducta de buena parte de la gente, sin embargo, el llegar a tiempo figura en todos los reglamentos, en cualquier normativa institucional y aparece, desde los tiempos de Carreño, en los manuales de urbanidad.

Es digna de recordación la iniciativa de aquel presidente de la República que hizo campaña por conseguir puntualidad en los comportamientos ciudadanos (luego vino la campaña por la sonrisa, ¿no?). Lo cierto es que atrasados y cejijuntos andamos por la vida queriendo imponer nuestras circunstancias personales al engranaje social, que debe pensar en todos a base de la armoniosa combinación del uno por uno.

He visto cómo, tarde o temprano, vamos claudicando en nuestras exigencias de exactitud por diversas razones. Hay que “comprender” el gran problema del tránsito de nuestros días (¿no será de exigir que el reloj deba manejarse de acuerdo a esa realidad?), que el transporte público no lo soluciona, que llueve y desaparecen los taxis. Hay que ser tolerante con la madre de familia que estudia o trabaja (¿no con los padres de familia?) y tiene que despachar a los hijos hacia las escuelas. Hay que entender que las llamadas o mensajes telefónicos sacan de quicio en cualquier horario (¿habrá que atender de inmediato cada aparatejo que suene?). Así, la lista podría seguir.

La verdad es que la merma de tiempo a aquello que se planifica es lo habitual. Seguimos instalados en la sesión de clases reducida por esperar –los alumnos al profesor y viceversa–, en la jornada de trabajo que debe descontar dólares por atrasos, en el acto público que aguarda la áulica presencia de la autoridad, en las fiestas que dan por contado que empezarán mucho más tarde de la hora que se menciona en la invitación.

Manera de ser, rasgo colectivo, signo de idiosincrasia. De variada forma se ha diagnosticado esta mala costumbre enraizada en nuestro movimiento cotidiano, subestimando el valor del tiempo propio y el de los demás. Hace poco, alguien me decía que todavía son numerosos los pasajeros que pierden los vuelos en el aeropuerto de Tababela por no calcular bien cuánto demanda la distancia desde la ciudad capital. Tiempo, todo se reduce o magnifica en torno a la idea de administrar bien el tiempo. Y en pequeño el asunto se analoga a administrar bien la existencia. ¿Acaso no vivimos el día según el reloj interno más que el que nos marca obligaciones y tareas? ¿No son la holganza infantil, la pereza adolescente, los desequilibrados afanes juveniles –montones de veces hay más energía para la diversión que para el estudio–, el efectivismo adulto etapas de nuestro ser-en-el-mundo? Y en cada etapa se nos enrosca el tiempo sobre el cuerpo como una serpiente laxa o asfixiante.

Mi comprensión no alimenta necesariamente una tolerancia de la impuntualidad ajena. Todavía soy de quienes llegan preferiblemente antes a una cita, de quienes exige ingreso a la hora precisa a un aula de clase. Si dicen que se enseña con el ejemplo, eso es mentira.