Pasaré los siguientes días en un foro patrocinado por el Banco Central Europeo cuyo tema de facto –sin importar lo que diga el programa– será el destructivo lío monetario causado por la prematura adopción de una sola moneda en el continente. Lo que hace que la historia sea aún más triste es que las calamidades financieras y macroeconómicas han eclipsado el asombroso éxito, no pregonado, de largo plazo, en un área en la que solía estar rezagada: la creación de empleos.

¿Qué? ¿No han oído nada al respecto? Bueno, no sorprende demasiado.

Las economías europeas, la francesa en particular, tienen mala prensa en Estados Unidos. Nuestro discurso político está dominado por un robinhoodismo inverso –la creencia de que el éxito económico depende de ser buenos con los ricos, quienes no generan empleos si se los grava demasiado, y despreciables hacia los trabajadores comunes, los que no aceptan empleos a menos que no tengan otra opción–. Y, según esta ideología, Europa –con sus impuestos elevados y generosos estados de bienestar– hace todo mal. Así es que su sistema económico debe estarse colapsando, y mucho reporteo, sencillamente, establece al colapso postulado como un hecho.

La realidad, no obstante, es muy diferente. Sí, el sur de Europa experimenta una crisis económica gracias a ese lío monetario. Sin embargo, a los países del norte, incluida Francia, les ha ido muchísimo mejor de lo que se percatan la mayoría de los estadounidenses. En particular, este hecho poco conocido: sustancialmente, hay más probabilidades de que tengan empleo los adultos franceses en la edad de máximo rendimiento laboral (25 a 54 años) que sus contrapartes estadounidenses.

No siempre fue así. Allá en 1990, Europa realmente tenía grandes problemas con la creación de empleos; hasta le pusieron un nombre pegajoso al fenómeno: “euroesclerosis”. Y parecía obvio cuál era el problema: la red de seguridad social de Europa se había convertido, como le gusta advertir al representante Paul Ryan, en una “hamaca” que debilitaba a la iniciativa y alentaba la dependencia.

Sin embargo, sucedió algo chistoso: a Europa le empezó a ir mejor, mientras a Estados Unidos comenzó a irle mucho peor. La tasa de empleo entre quienes están en la edad de máximo rendimiento de Francia superó a la de Estados Unidos en los primeros años de la gestión de Bush; en este momento, la brecha entre las tasas de empleo es mayor que la de finales de 1990, y en esta ocasión es a favor de Francia. A otros países europeos con grandes estados de bienestar, como Suecia y los Países Bajos, les va todavía mejor.

Ahora bien, es muchísimo menos factible que los jóvenes franceses tuvieran empleo que sus contrapartes estadounidenses, pero gran parte de esa diferencia refleja el hecho de que Francia proporciona muchísima más ayuda a los estudiantes para que no tengan que trabajar mientras estudian. ¿Acaso eso es algo malo? Asimismo, los franceses tienen más vacaciones y se retiran antes que nosotros, y se puede argüir que los incentivos, en particular, para el retiro temprano son demasiado generosos.

Sin embargo, en el tema esencial de proporcionar trabajo a las personas que realmente deberían estar laborando, en este punto, la vieja Europa nos está venciendo, sin lugar a dudas, a pesar de los beneficios sociales y las regulaciones que, según los ideólogos del libre mercado, deberían ser enormes destructores del empleo.

Oh, para quienes creen que los estadounidenses sin trabajo, mimados con los beneficios gubernamentales, simplemente no tratan de encontrar empleo, acabamos de realizar un experimento cruel, utilizando como sujetos a las peores víctimas de nuestra crisis laboral. A finales del año pasado, el Congreso se negó a renovar los beneficios ampliados para los desempleados, dejando fuera a millones de estadounidenses que no tienen trabajo. ¿Acaso los desempleados de largo plazo, a quienes, así, se colocó en apuros terribles, empezaron a encontrar empleo con mayor rapidez que antes? No, para nada. De alguna forma, parece ser, lo único que logramos al hacer que se desesperen más los desempleados fue profundizar su desesperación.

Estoy seguro de que muchas personas se negarán, simplemente, a creer lo que estoy diciendo sobre las fortalezas europeas. Después de todo, desde que estalló la crisis del euro, ha habido una campaña incesante de los conservadores estadounidenses (y muchos europeos) para presentarla como la historia del colapso de los estados de bienestar, degradados por preocupaciones erróneas sobre la justicia social. Y siguen diciendo eso aun cuando algunas de las economías más fuertes de Europa, como Alemania, tienen estados de bienestar cuya generosidad excede a los sueños más locos de los liberales estadounidenses.

Sin embargo, la macroeconomía, como sigo tratando de explicarle a la gente, no se trata de una obra de teatro de moral y virtudes, en la que estas siempre se recompensan y siempre se castiga el vicio. Por el contrario, graves crisis financieras y depresiones pueden pasar en economías que son, fundamentalmente, muy fuertes, como la de Estados Unidos en 1929. Los errores políticos que generaron la crisis del euro –principalmente, al crear una moneda unificada sin el tipo de unión bancaria y fiscal que demanda una moneda única– básicamente no tenían nada qué ver con el Estado de bienestar, de una u otra forma.

La verdad es que los estados de bienestar al estilo europeo han resultado ser más resistentes, más exitosos en la creación de empleos, de lo que permite la filosofía económica prevaleciente en Estados Unidos.

En el tema esencial de proporcionar trabajo a las personas que realmente deberían estar laborando, en este punto, la vieja Europa nos está venciendo.

© 2014 New York Times

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