Cierta “paranoia” persecutoria por conflictos raciales me diagnostica la experta después de la décima sesión en que relato las peleas que no pude evitar. Recibo la noticia resignado, lo anormal sería no tener paranoia en dieciséis años en ese hostil ring llamado Santiago. De más estaba rebatir argumentando mis últimos ocho años de puños limpios. Y no es que ese lapso haya estado exento de encuentros cercanos con racistas trasnochados y neonazis absurdos, ungidos con una ideología que los eleva ilusoriamente a un mundo superior al de los “bananeros”, “gente de mal vivir”, como despectivamente llama cierta casta “intelectual” al latinoamericano llegado a tierra de Neruda, Violeta y la Mistral, y tras cabinas de radio, pantallas de televisión o letras venenosas, alimentan un nacionalismo contra sudacas que “invaden” sudacas.
Las calles del mercado central nos conducen a un esquivo destino en busca de un bar con terraza para iniciar la nueva sesión de trabajo. Pero aquel sábado a las 11 a.m. todo confabula contra nosotros. Mi pequeño hijo confiesa el dolor de los pies y entiendo su cansancio. Habría sido mejor juntarnos en mi casa o en la consulta psicológica de Jenny y recostarme en su sillón de cuero que aletarga y hace fáciles las palabras. O ir a orillas del río como ella había propuesto. Una psicóloga clínico social y un historiador cientista social con su retoño buscando un lugar para grabar otro capítulo del libro, donde este servidor narra y analiza con su coautora las desventuras que vivimos los negros por una enfermedad social inmune a todo fármaco y toda ley. Un racismo que hiere, humilla, mata, pero también da vida a la rebeldía que lo combate, a veces con dolor, reclamando el derecho a vivir en paz y libertad en cualquier tierra que un ser humano pose los pies, independiente del color, etnia o nacionalidad.
Mareados de tanta vuelta nos decidimos por las bancas del río Mapocho. Un indigente se despierta, enrolla su colchón de cartón y se aleja molesto por estos extraños perturbando su hábitat. Jenny activa la grabadora. Me alisto a relatar el capítulo acordado. Ella me mira los ojos y pregunta: —¿No te diste cuenta? —¿De qué?, respondo haciéndome el desentendido. —De los tipos. —¿Qué tipos? —En la entrada del Metro se acercaron y te agredieron verbalmente— aclaró roja de iras sin entender cómo este “paranoico” diagnosticado pasó por alto esa agresión, sin reaccionar, sin repeler. Mi “paciente” digería su rabia tras una verdad que algunos tratan de esconder: “¿¡En Chile no hay racismo!?”, que lo digan los mapuches, los peruanos, los negros.
Entendí que no habría relato, pues ella lo escribía en las pupilas, en su impotencia, en su vergüenza como chilena. La observo y veo a una “negra” sintiendo lo mismo que mis hermanos y yo sentimos aquí, allá, en todas partes, en la frase venenosa, la risa insidiosa, el escupo virulento. Trato de calmarla. Jenny, ¿no será que tienes cierta paranoia persecutoria?, le pregunto en son de broma, sin ánimo de joder. Ella sonríe, reímos, el capítulo estaba terminado.
Nota: Como negro reivindico el término, pues me identifica más que afrodescendiente.