El presidente de la cámara de representantes de Estados Unidos, John Boehner, critica con dureza las “normas que aplastan a los empleos”. El líder de la mayoría en la cámara baja, Eric Cantor, prefiere una variante: “normas que destruyen empleos”. Ese mantra se ha repetido tanto que pudiéramos pensar que todo lo que hacen las normas es aplastar, destruir, aniquilar, mutilar, destripar, crucificar y extirpar empleos.

Sin embargo, pensemos en Amber Rose, adolescente de 16 años en Maryland que estaba conduciendo un vehículo de General Motors (demasiado rápido, en estado de ebriedad) con un interruptor de encendido que la empresa sabía que era defectuoso. Ella chocó contra un árbol y, debido a que la falla en el encendido apagó el sistema eléctrico, la bolsa de aire no se desplegó. Amber murió.

Si bien GM dice que 13 personas murieron en conexión con los interruptores defectuosos, un grupo del consumidor llamado Centro de Seguridad Automovilística informa que ha descubierto 303 muertes de ese tipo. GM ha informado que ha sabido sobre este problema desde hace una década. Incluso concibió una solución pero optó por no ponerla en práctica debido al costo, que habría sido de aproximadamente 57 centavos por auto, con base en audiencias del Congreso. En las palabras de un memorando interno de GM, no existía un “caso de negocios” para prevenir choques.

Y es por eso que necesitamos regulación: No se puede confiar en que ejecutivos de empresas se vigilen solos. A veces, ciegamente, van en pos de un “caso de negocios” al tiempo que eso nos mata a nosotros.

Estoy seguro de que ejecutivos de GM eran buenas personas que ayudaron a sus vecinos e hicieron donaciones a iglesias y organizaciones de caridad, pero tenían igualmente un punto ciego moralmente.

Esa ha sido la historia de los negocios. Las empresas han logrado asombrosa productividad y elevado vastamente los niveles de vida en todo el mundo, pero también han privatizado repetidamente ganancias al tiempo que socializan riesgos.

En este siglo, se estima que 1.000 millones de personas morirán prematuramente debido al consumo de tabaco, con base en Letal pero Legal, inteligente libro nuevo sobre la irresponsabilidad corporativa, escrito por Nicholas Freudenberg, catedrático de salud pública en la City University de Nueva York.

Pongamos esos 1.000 millones en perspectiva. Eso equivale a más de cinco veces el número de personas que murieron en todas las guerras del siglo XX.

Freudenberg nota que fumar creció, en parte, debido a la manipulación deliberada de la población por parte de empresas tabacaleras. Por ejemplo, ejecutivos del tabaco se dieron cuenta de que podían expandir sus ganancias si más mujeres fumaban, así que concibieron una campaña que sonara feminista para lograr que las mujeres quedaran atrapadas: “¡Mujeres! ¡Enciendan otra antorcha de libertad! ¡Combatan otro tabú sexual!”.

En efecto, empresas tabacaleras manufacturaron no solo cigarrillos, sino también la demanda.

En años recientes, con ventas menores de cigarrillos en Estados Unidos, todo parece indicar que las tabacaleras han estado apuntando a las mujeres y personas jóvenes en el extranjero. Philip Morris adquirió una empresa tabacalera de Indonesia en 2005 y empezó a comercializar cigarrillos como jóvenes, ‘cool’ y de moda. Esto ha tenido mucho éxito, en parte debido a que Indonesia no regula mucho el tabaco y, en la práctica, incluso los niños pueden comprar cigarrillos con facilidad.

Un niño indonesio de dos años de edad, Ardi Rizal, apareció en noticiarios hace unos cuantos años, fumando con todo y acabándose 40 cigarrillos al día. Su mamá dijo que el niño era adicto. Avergonzados ante el reportaje, funcionarios del país intervinieron y ayudaron a Ardi a dejarlo, pero muchos niños más de Indonesia siguen fumando.

Todo esto hace que Indonesia sea un lucrativo mercado para la Philip Morris. En el ínterin, mueren anualmente 400.000 indonesios por causa de enfermedades relacionadas con el tabaco.

En Estados Unidos, la industria está recurriendo a su propio mercado nuevo: cigarrillos electrónicos. Originalmente, fueron concebidos como una manera de ayudarle a la gente a dejar de fumar. Debido a esto, han evadido la regulación en su mayoría e incluso menores de edad pueden comprarlos a menudo en Estados Unidos.

Sin embargo, las empresas al parecer están comercializando los cigarrillos electrónicos para los jóvenes, con la esperanza de crear nuevos adictos. Los cigarrillos electrónicos se venden como e-hookahs, plumas hookah o pipas vape, teniendo con frecuencia sabores como goma de mascar, mora, manzana-uva o incluso margarita de fresa.

En general, las ventas en 2013 duplicaron las de 2012. Como ha informado mi colega del Times Matt Richtel en su magnífica cobertura del tema, los líquidos en los cigarrillos electrónicos son potentes neurotoxinas, en tanto los casos de envenenamiento se triplicaron en 2013 respecto de un año antes.

La Administración de Alimentos y Fármacos, la FDA, propuso normas hace poco para los cigarrillos electrónicos, incluida una prohibición de las ventas a niños. ¿Es eso “normatividad que aplasta empleos?”

Los detractores están bien en cuanto a que los reguladores a veces son demasiado celosos en la aplicación de su trabajo, así como burocráticos. A veces, las regulaciones efectivamente reducen ganancias y socavan la creación de empleos.

Pero, en general, necesitamos normas para protegernos de la naturaleza humana. La verdad es que la gente mala no suele hacer cosas malas, sino más bien personas esencialmente decentes que van a trabajar y se involucran tanto en el “caso de negocios” que, a veces, pierden su brújula moral.

Así que la siguiente vez que usted oiga a alguien denunciando las “regulaciones que matan empleos”, recuerde que si hubieran existido normas más estrictas, los fumadores pudieran no estar muriendo cada 6 segundos, y Amber Rose aún pudiera estar viva. ¿Acaso eso no valdría 57 centavos?

Es por eso que necesitamos regulación: no se puede confiar en que ejecutivos de empresas se vigilen solos. A veces, ciegamente, van en pos de un “caso de negocios” al tiempo que eso nos mata a nosotros.

© The New York Times 2014.