Capital en el siglo veintiuno, el nuevo libro del economista francés Thomas Piketty, es un genuino fenómeno. Otros libros sobre economía han estado entre los mejor vendidos, pero la contribución de Piketty es erudición seria que cambia el discurso en una forma que no lo hace la mayoría de los libros más vendidos. Además, los conservadores están aterrados. De aquí que James Pethokoukis, del Instituto de la Empresa Estadounidense, advierte en el National Review que la obra de Piketty debe ser refutada, porque de lo contrario “se diseminará entre las personas educadas y dará nueva forma al panorama económico sobre el que toda batalla estratégica sea librada”.
Bien, buena suerte con eso. El aspecto en verdad llamativo sobre el debate hasta ahora es que todo parece indicar que la derecha es incapaz de montar un solo contraataque sustancial a la tesis de Piketty. Más bien la respuesta ha sido en su totalidad sobre insultos: en particular, alegatos de que Piketty es marxista, y por lo tanto lo es también cualquiera que considere que la desigualdad de ingresos y riqueza es un tema de importancia.
Regresaré a los insultos en un momento. Primero hablemos sobre la razón por la que el “capital” está teniendo tanto impacto.
Piketty difícilmente es el primer economista en destacar que estamos experimentando un marcado aumento en la desigualdad, o incluso en darle énfasis al contraste entre lento crecimiento del ingreso para la mayoría de la población y disparados ingresos en la cima. Es cierto que Piketty y sus colegas han sumado muchísima profundidad histórica a nuestro conocimiento, demostrando que realmente vivimos en una nueva Era Dorada. Sin embargo, hemos sabido eso desde ya cierto tiempo.
No, lo que hay realmente nuevo respecto del “capital” es la forma en que demuele el mito conservador más valioso de todos, la insistencia de que vivimos en una meritocracia en la que la gran riqueza se gana y se merece.
Durante las últimas dos décadas, la respuesta conservadora a intentos por convertir los crecientes ingresos en la cúspide en un tema político ha involucrado dos líneas defensivas: primero, negación de que a los ricos les esté yendo tan bien efectivamente y al resto tan mal como le está yendo, pero cuando la negación falla, alegatos en el sentido de que esos disparados ingresos en la cima son una justificada recompensa por servicios prestados. No los llamen el 1% o los acaudalados; llámenlos “creadores de empleos”.
Sin embargo, ¿cómo se hace esa defensa si los ricos devengan buena parte de sus ingresos no del trabajo que hacen, sino de los activos que poseen? ¿Y qué tal si la enorme riqueza llega cada vez más no de la empresa, sino de la herencia?
Lo que Piketty muestra es que estas no son preguntas ociosas. Las sociedades occidentales antes de la Primera Guerra Mundial efectivamente estaban dominadas por una oligarquía de riqueza heredada, y su libro expone un persuasivo argumento en cuanto a que vamos bien avanzados de vuelta hacia ese estado.
Así que, ¿qué debe hacer un conservador, temiendo que su diagnóstico pudiera ser usado para justificar impuestos más altos para los ricos? Podría intentar refutar a Piketty de manera sustancial, pero, hasta ahora, yo no he visto señal alguna de que eso ocurra. Más bien, como dije, todo ha girado en torno a los insultos.
Supongo que esto no debería causar sorpresa. He estado involucrado en debates sobre desigualdad durante más de dos décadas y aún no he visto a “expertos” conservadores logrando poner en duda los números sin tropezar con sus propias agujetas intelectuales. ¿Por qué? Es casi como si los hechos no estuvieran fundamentalmente de su lado. Al mismo tiempo, acusar de comunista a cualquiera que ponga en duda cualquier aspecto del dogma de libre mercado ha sido un procedimiento de operación estándar de la derecha desde que personas similares a William F. Buckley intentaron obstruir la enseñanza de la economía keynesiana, no demostrando que estaba equivocada, sino denunciándola como “colectivista”.
De cualquier forma, ha sido asombroso observar a conservadores, uno tras otro, denunciando a Piketty como marxista. Incluso Pethokoukis, quien es más sofisticado que el resto, se refiere a “capital” como una obra de “marxismo suave”, lo cual solo tiene sentido si la sola mención de riqueza desigual te convierte en marxista. (Y quizá es así como ellos lo ven: hace poco, el senador Rick Santorum denunció el término “clase media” como “palabras marxistas”, porque, miren, nosotros no tenemos clases en Estados Unidos.)
Predeciblemente, el análisis del Wall Street Journal da todo el esfuerzo, fluyendo de alguna forma desde el llamado de Piketty por impuestos progresivos como una forma de limitar la concentración de la riqueza –remedio tan estadounidense como el pastel de manzana, defendido alguna vez no solo por prominentes economistas, sino por políticos de la corriente popular, hasta e incluyendo a Teddy Roosevelt– hasta los males del estalinismo. ¿Realmente es eso lo mejor que puede hacer el Journal? La respuesta, al parecer, es sí.
Ahora, el hecho de que apologistas de los oligarcas estadounidenses evidentemente carecen de argumentos coherentes no significa que estén en retirada políticamente. El dinero aún habla; de hecho, gracias en parte a la Suprema Corte de Roberts, habla más fuerte que nunca. De cualquier forma, las ideas también tienen importancia, moldean tanto la manera en que hablamos sobre la sociedad como, con el tiempo, lo que hacemos. Además, el pánico Piketty demuestra que a la derecha se le acabaron las ideas.
Lo que hay realmente nuevo respecto del “capital” es la forma en que demuele el mito conservador más valioso de todos, la insistencia de que vivimos en una meritocracia en la que la gran riqueza se gana y se merece.
© The New York Times 2014.