El periodismo de investigación en nuestros pueblos latinoamericanos es un instrumento realmente liberador, pues elabora nuevas versiones que sirven para desmontar ciertos hechos establecidos como verdades. Esto es lo que a la postre consiguen el cronista Sergio Vilela y el historiador José Carlos de la Puente, quienes firman el libro El último secreto de Machu Picchu. ¿Tiene dueño la ciudadela de los incas? (Bogotá, Debate, 2013), que fue haciéndose a partir de un incidente en el sitio turístico en el 2004, en el que un rayo aparentemente ocasionó la muerte del visitante moscovita Denis Pankin en la cima de la montaña Huayna Picchu.
Ante este lamentable y rarísimo suceso, los autores se preguntaron qué podía significar Machu Picchu para que aquel hombre, editor de un periódico sobre derechos laborales en Rusia, viajara miles de kilómetros para encontrar su muerte. A pesar de la abundante información para viajeros, los escritores percibieron que sobre el santuario incaico se había extendido una gruesa capa de silencio y de ignorancia que se hacía más densa con el paso del tiempo. Hasta los ciudadanos peruanos no entienden mucho de ese tesoro patrimonial porque el lugar no ha sido estudiado con la profundidad exigida ya que eso obligaría a cerrar las puertas a los turistas y sus dólares.
Con la interrogante “¿por qué sabíamos tan poco?”, Vilela y De la Puente revelan historias increíbles, pero que están documentadas. Probablemente, las 14 hectáreas de Machu Picchu están en unas propiedades particulares que tienen dueños, quienes mantienen un litigio en contra del Estado peruano debido a que jamás recibieron indemnización alguna ni tampoco esos terrenos se expropiaron debidamente. A lo largo de 250 páginas se va armando una denuncia sobre un lugar histórico y patrimonial, maravilla moderna, en el que, extrañamente, no se ha excavado, no se ha restaurado, no se ha investigado. Por eso los guías han convertido en negocio ese misterio.
En 1911 el explorador norteamericano Hiram Bingham ‘descubrió’ Machu Picchu, pero la ciudadela estaba prácticamente tan oculta por la maleza que no pudo apreciar la grandeza de las ruinas. En 1913 dio a conocer al mundo el resultado de sus exploraciones en la selva peruana y Machu Picchu empezó a convertirse en una atracción. Pero Vilela y De la Puente subrayan que el norteamericano conoció, por una inscripción grabada en una piedra, que el cuzqueño Agustín Lizárraga había estado en la ciudadela en 1902. Bingham mandó a borrar esa marca para hacerse él solo con la gloria del hallazgo.
Más de la mitad de lo erigido en Machu Picchu no se ve porque está bajo tierra: son sistemas de drenaje y canalización de agua, que fueron construidos de abajo hacia arriba, con piedras que allí estaban y transportadas en rodillos de madera, lo que indica que los incas sí supieron de la rueda. Levantaron hasta dieciocho tipos de paredes y estilos arquitectónicos para adornar el descanso temporal del soberano. Los miles de piezas extraídas de Machu Picchu, que reposaban en la Universidad de Yale y que han sido devueltas a Perú, son una oportunidad para profundizar en el conocimiento de ese gran pasado cultural. El periodismo es una contribución utilísima en ese empeño.