Antiguamente los vecinos del barrio se enteraban de que alguien del sector se encontraba muy grave o agonizando porque observaban venir de la cercana iglesia el viático o sacramento de la eucaristía que se administra en peligro de muerte. Esta palabra significa “provisión de viaje”; el viaje que el cristiano emprende de esta vida a la eternidad.

Cuando el párroco era notificado de que un feligrés necesitaba con urgencia el viático en la parroquia se organizaba una solemne procesión, habitualmente al atardecer. El sacerdote bajo palio llevaba la santa comunión a la casa del enfermo, acompañado de monaguillos, uno de los cuales iba tocando la campanilla y anunciaba a los transeúntes y curiosos el paso del Señor Jesús; muchos de los cuales guiados de la devoción se arrodillaban cuando divisaban que venía. No solo los monaguillos acompañaban, sino también algunos fieles que componían una especie de hermandad para seguir a la santa eucaristía, portaban cirios encendidos y respetuosamente se congregaban en torno a la casa del enfermo, a la que solo entraba el sacerdote con algún acólito. Se administraba la eucaristía y cuando el caso lo apremiaba la unción de los enfermos o extremaunción, a la que le tenían temor porque se creía que era el anuncio de la muerte. Cuando el enfermo entraba en agonía, el sacerdote o algún feligrés le ayudaba a “bien morir”, rezándole las oraciones de la “recomendación del alma”. Se rociaba al enfermo con agua bendita para ahuyentar al demonio y se encendía el cirio de “la buena muerte”, que se había bendecido en la fiesta de la presentación del Señor, el 2 de febrero, y era apagado apenas fallecía el moribundo. Rito conmovedor era la bendición del padre o de la madre moribundo, que en el momento de morir daba a sus hijos. Cuántas veces, como cura de pueblo, me ha tocado tomar la mano temblorosa del moribundo y ayudar a bendecir a sus hijos. Tradición bíblica transmitida por los primeros evangelizadores de nuestros campos. Costumbres piadosas que eran un consuelo en el momento doloroso de la despedida de un ser querido.

Roberto Pazmiño Guzmán,

monseñor, Guayaquil