Su mirada llega desde un mundo al que no tengo acceso; sus ojos, rueditas desquiciadas, dan vueltas hasta el vértigo, un leve quejido sale de su boca con el hilo de saliva que va cayendo de sus labios; su mano izquierda, herramienta inútil, cuelga a su lado. Pongo mi palma en su rostro con cuidadosa lentitud, ella deja escapar un sonido raro, aquel gorgorito que usan los neonatos, quiebro de voz, gorjeo insólito con el que trata de comunicarse, luego empieza a refregar con insistencia su mano derecha contra la otra en un ademán casi convulsivo. Acaricio su frente, recibo el desquicio de sus ojos en los míos como quien se halla frente a las luces intensas de un automóvil en un paisaje inexistente.
Regó algo de comida en la parte delantera del vestido, despide su ropa un olor agrio como el de los recién nacidos cuando asoma el vómito después del biberón. Intento descifrar sus mensajes, mas estoy en medio de la tormenta sin poder traducir aquella criptografía, preso de los medios convencionales que suelo usar para comunicarme. Ella se inquieta, quiere gritarme algo, susurrar secretos importantes, musita una ternura torpe que me halla desprevenido. Se me ocurre decirle “te amo”, se tranquiliza, apoya su cabeza en mi hombro gorgoriteando, trinando, ruiseñor lastimado; de pronto, se aleja con su andar descuajeringado. Por la ventana abarco casuchas de caña, charcos enlodados: estoy en la isla Trinitaria, podría ser el barrio de Saint Denis en París, una zona cualquiera de Bangladés.
Por qué somos tan torpes frente a los niños especiales cuando ofrecen el paisaje desolado de su indiferencia, se refugian a millas de distancia en el mundo frío donde escasean sonrisas. No sabemos cómo franquear sus muros invisibles, sus corazas inextricables. Criaturas abandonadas en las veredas de la indolencia, tienen rachas de afecto capaces de robarnos el alma, cruzan simplemente la vida según los dictados de sus instintos porque se cortó la comunicación con la central, las conexiones cerebrales quedaron truncadas. A pesar de ello la ternura parece envolverlos, sutil caricia del alma, entonces la mano derecha se vuelve frenética, trata de decir lo que callan los labios. En medio de voces desarticuladas, jirones de lenguaje sin sentido, exclamaciones súbitas que se quiebran, nace una melopea, empieza a formarse una identidad mocha, una conciencia difusa. La palabra amorosa mía resulta devuelta en el más conmovedor desorden. Dentro de aquella anarquía de sonidos surge una lógica que me lleva al filo de las lágrimas, pues llegará un momento en que se romperá el dique de mi emotividad, no podré impedir que mis ojos se vayan al garete, tal vez porque ella, la niña especial, después de refugiarse largo tiempo en un rincón, se precipitará contra mi hombro derecho casi hasta el punto de hacerme caer, luego me ofrecerá su mirada de violeta como si nos hubiéramos conocido durante toda una vida. Oigo claramente un mensaje que me llega desde el asteroide B612 donde mora mi amigo El Principito: “Lo que hace más importante a tu rosa es el tiempo que has perdido por ella”.