La consulta popular es un medio muy útil e idóneo para conocer la opinión de la gente sobre determinados aspectos de la vida política o cívica del país, y sobre intereses ciudadanos en general, pero su eficacia no es total cuando el pronunciamiento popular debe ser desarrollado después por un departamento estatal, generalmente la Función Legislativa, es decir, cuando es una acción que no se agota con su ejercicio.
Y pienso en el tema al leer un manifiesto público de la Asociación Ecuatoriana de Editores de Periódicos que pide a la Asamblea Nacional aplicar las recomendaciones del Comité de Derechos Humanos de la ONU para que en el Ecuador tengan vigencia efectiva las libertades de opinión y de expresión, puesto que la consulta popular que originó la Ley de Comunicación celebrada allá por 2011, le preguntaba al pueblo si creía necesario que hubiera un consejo que regulara la difusión en la televisión o en la radio o en la prensa escrita de los mensajes de violencia, de sexo o de discrímenes, y que estableciera criterios sobre la responsabilidad ulterior de los periodistas y de los medios, y la respuesta mayoritaria fue afirmativa porque la población consideró sensato que existieran regulaciones, pero fíjense ustedes lo que salió de allí: nada menos que la actual Ley de Comunicación punitiva y asfixiante para la libre opinión, con Superintendencia no programada a bordo, con réplicas diagramadas que constituyen un abuso de poder, absolutamente discrecionales, y con linchamiento mediático incluido.
Este es un ejemplo del porqué las reformas constitucionales de fondo no deben efectuarse por medio de consultas populares sino de órganos legislativos que en el caso actual, con el desorden en la estructura clásica del Estado, debería ser una Asamblea Constituyente la que se dedique exclusivamente a esa tarea. Y es más, para su mayor eficacia y rapidez, podría convocarse con el fin específico de reformar la organización del Estado, dejando intocada, tal como está actualmente, la parte dogmática que contiene los derechos de los ciudadanos y también los novedosos de la naturaleza.
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La Ley de Comunicación tiene que ser urgentemente reformada como pide la ciudadanía que quiere respirar libertad en sus opiniones y expresiones y como lo dice el Comité de Derechos Humanos de la ONU, sujetándose al artículo 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que señala que “nadie podrá ser molestado a causa de sus opiniones” y que “toda persona tiene derecho a la libertad de expresión”, con las limitaciones que implican los derechos y la reputación de los demás, así como la seguridad nacional y el orden, la salud y la moral públicas.
La mayor contribución de la ley actual ha sido, paradójicamente, concienciar a la gente acerca de la importancia de sus libertades de opinión y de expresión, pues recién ahora cuando ha peligrado el ejercicio de esos derechos suyos es que se ha percatado a profundidad de su valor, de lo que continuaría perdiendo si la ley no se modifica. No puede ser que la opinión y la expresión sean sancionadas por contener conceptos o ideas contrarias a las de aquellos que ejercen el poder: nadie tendría que ser penado por lo que opine, pues opinar no es delinquir como parecen entenderlo algunos funcionarios públicos en nuestro país. Y yendo aún más allá, lo han dicho jueces de mentalidad progresista en la sentencia del Tribunal Europeo de Estrasburgo en el juicio España vs. Federico Jiménez Losantos, periodista: “la libertad periodística implica también el posible recurso a cierta dosis de exageración, incluso de provocación”. Pero eso no se entiende por estos lares. (O)