Hay dos frases cuya cita las recuerdo en vísperas de todo proceso electoral, refiriéndose ambas a que la decisión del pueblo, exteriorizada por diversas vías, es siempre inequívoca. La primera de ellas está contenida en el aforismo latino Vox populi, vox Dei que significa que “la voz del pueblo es la voz de Dios”, mientras que la otra, de menos elaboración, es la que dice que “el pueblo nunca se equivoca”. Siguiendo tal idea, el día de mañana el Ecuador escogerá a su presidente y la voz del pueblo, voz de Dios, se hará sentir y no se equivocará. Suena muy interesante, diría que hasta políticamente romántico, pero ¿es así?

Antes de proseguir, creo que vale la pena reflexionar algo sobre el origen de tales pensamientos. Generalmente se atribuye a Hesiodo, poeta griego del siglo VIII a.C., la autoría de dicha frase con una evidente carga teológica, pues sugiere que Dios habla a través de las decisiones de su pueblo, advirtiéndose en tal sentido una posición adversa de Lucio Anneo Séneca, quien escribió en su Epístola Nº 39 que “el valor de las opiniones se ha de medir por el peso, no por el número de almas, pues los ignorantes, por ser muchos, no dejan de ser ignorantes”. Hay quienes no están de acuerdo con la atribución a Hesiodo, ya que señalan que fue Alcuino de York, un teólogo y erudito británico del siglo VIII de nuestra era y también consejero del emperador Carlomagno, el que afirmaba que “no debería escucharse a los que acostumbran a decir que la voz del pueblo es la voz de Dios, pues el tumulto del vulgo está muy cercano a la locura”.

No hay, en cambio, indicación histórica de quien fue el autor de la frase “el pueblo nunca se equivoca”, la cual ha sido singularmente utilizada en nuestra región. Juan Domingo Perón la empleó con insistencia, mientras que el expresidente venezolano Rafael Caldera la citó al perder en 1983 con Jaime Lusinchi: “El pueblo nunca se equivoca y lo que decide está bien”. Hay analistas que opinan que dicha idea debe complementarse con aquel pensamiento de Joseph de Maistre que indicaba que “cada nación tiene el gobierno que merece” (Andre Malraux dice, en cambio, que “la gente tiene los gobernantes que se le parecen”), lo cual establece una línea distinta: ya no es que el pueblo no se equivoca, simplemente escoge el gobierno que quiere y, por lo tanto, el que merece.

En virtud de las disposiciones actuales, me abstengo de aplicar la carga de la idea de que el pueblo no se equivoca con lo que ha sido y es la realidad electoral de nuestro país, pero al contrario de dicha afirmación y basado en el ejemplo histórico de diversas naciones, sostengo que el pueblo sí se equivoca y en ocasiones lo hace de forma estrepitosa (basta recordar las elecciones parlamentarias de 1933 en Alemania, cuando el partido de Hitler obtuvo la mayoría con el 47,20% de votos). Otra cosa es que se sostenga que la opinión del pueblo, por equivocada que pueda estar, debe ser totalmente respetada, pues es esa la esencia básica de la democracia, pero de ahí a asumir casi como principio religioso que la voz del pueblo es la voz de Dios, hay un espacio que solo lo puede llenar la demagogia. Y demagogo Dios no es.