Por su nombre pocos lo conocen y en realidad no importa cómo se llama. Para quienes se movilizan en su carro desde hace casi trece años o pasean por el centro comercial Riocentro Los Ceibos, él es ‘el Abuelo’ a secas.

Víctor Albán, de 78 años, nació un 23 de diciembre y es el más querido personaje del Riocentro. Sí, el más querido y no solo porque sus brillantes canas y sus marcadas arrugas lo convierten en un viejito que provoca llenarlo de besos, sino porque su historia produce admiración.

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El Abuelo tiene cuatro nietos que quedaron huérfanos de padre y madre hace siete años. Desde entonces él se ha encargado de criarlos. El mayor tiene 14, le siguen dos niñas de 11 y 12 años y el más pequeño va a cumplir 9.

“Yo me hice cargo de ellos y ellos se hicieron cargo de mí”, expresa mientras de su bolsillo saca su billetera para mostrar sus fotografías.

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Aunque él no le cuenta su historia a cualquiera y recalca que jamás le ha “estirado la mano a nadie para pedir”, quienes lo conocen encuentran difícil no brindarle ayuda.

“Riocentro me ha apoyado incondicionalmente. Soy el único al que le permiten trabajar aquí adentro” y a nadie parece molestarle. Los trabajadores del centro comercial y de las tiendas lo respetan y lo buscan cuando necesitan un consejo.

Él se siente agradecido con los administradores y dueños de Riocentro, y sus clientes, pero sobre todo con Dios, y tal gratitud se refleja en sus anécdotas. Entre ellas destaca que cuando al televisor que tenía en su casa se le dañó la pantalla, “el señor Rosales (un administrador del Riocentro) me preguntó si tenía televisor y me regaló uno grandote”, recuerda.

La vejez del Abuelo ha sido dura. Además de ser viudo, tuvo que ver partir a tres de sus siete hijos. Los que quedan viven en Santo Domingo de los Tsáchilas y les hizo prometer que cuando él ya no esté se deben hacer cargo de sus adorados “muchachitos” y no separarlos.

En esa provincia, según cuenta, tenía una empresa que distribuía materiales de ferretería a los “ferreteros grandes”, pero tras el feriado bancario lo perdió todo y retornó a Guayaquil, donde nació.

El Abuelo atribuye el apodo con el que todos lo conocen a los hermanos Ricardo y Francesco Bruzzone. “Ellos me llamaban abuelito. Venían y me pedían que los lleve a las fiestas y me presentaron a sus amigos pelucones (como les dice de cariño)”.

Su jornada laboral empieza temprano y culmina de madrugada y es que como él dice: “De noche cambia mi suerte”.

Acompaña a sus nietos al colegio, luego trabaja vendiendo artículos de oficina y papelería; antes de las 17:00 recoge el carro que alquila por $ 15 diarios porque el suyo le fue robado hace seis años, y se traslada al Riocentro para movilizar a sus clientes. Solo cuando la jornada no ha sido buena acude a las salas de velación de la Junta de Beneficencia para conseguir un dinero extra y retorna a su casa a las 03:00.

“Yo no fallo nunca, a no ser que se me dañe el carro”, y si continúa en la lucha, pese al cansancio que a veces lo abate, es para alimentar a sus nietos que son su vida.

Al respecto, destaca que, desde hace tres meses, el ingeniero Luis Quiroz y su esposa, “prácticamente nos llenan la refri”. Ellos lo buscaron y ahora los nietos del Abuelo los llaman “los cónsules del cielo”.