Rara vez un Tribunal Electoral había caído en tan hondo desprestigio; el escándalo de la verificación de firmas no le permitirá volver a la superficie donde la claridad debe resplandecer. Elecciones presididas por este Tribunal carecerán de valor moral. Si el Gobierno actual en su inicio pudo imponerse a un Tribunal Electoral designado por los partidos políticos y obligarlo a destituir ilegalmente a 57 diputados, ¿qué pueden esperar el país y las otras naciones de un Tribunal Electoral designado por el propio Gobierno? Si los partidos y movimientos políticos que han conseguido o esperan conseguir su inscripción para participar en el próximo proceso electoral aceptan sujetarse al actual Consejo Nacional Electoral, su causa está irremediablemente perdida; no podrán quejarse o reclamar a nadie; deberían exigir –como ya lo hemos hecho algunos ciudadanos– la renuncia del Consejo Nacional Electoral y demandar que sus cinco miembros sean designados por ellos: uno por cada uno de los cinco primeros partidos o movimientos ya inscritos y, los suplentes, en el mismo orden de su reconocimiento; cuidando el que entre esos vocales únicamente conste uno por los partidos de Gobierno. La renuncia del actual CNE es solo la primera parte, pero es en la manera de designar a sus reemplazos donde está la esencia de la solución. Si el Gobierno no acepta, o usa subterfugios y dilatorias, pues habría que impugnar al CNE fundados en la Carta Democrática Interamericana.

¿Qué podía esperarse de un proceso en el que se proclama que todos los partidos y movimientos políticos deben reinscribirse, como si el Ecuador después de doscientos años de haber proclamado su independencia apenas naciera a la vida política? ¿De dónde van a salir las firmas de afiliación o de respaldo a partidos o movimientos políticos, si en el Ecuador la mayoría de los ciudadanos es y quiere permanecer independiente? Ya hemos visto mucho de este conducirnos en rebaño por parte de los dictadores de turno: en 1938, en su convocatoria a Asamblea Constituyente, el general Enríquez Gallo dictaminó que ella debía estar integrada por tres fuerzas paritarias de socialistas, liberales y conservadores; el general Rodríguez Lara quiso dividirnos, asimismo, en tres grandes tendencias; como fue derrocado, el triunvirato que lo sucedió dictó una Ley de Partidos por la cual los independientes fuimos borrados del mapa, porque para ser candidato a cualquier función de elección popular había que ser afiliado a un partido político. Creyeron que la temperatura estaba en las sábanas. Hay que volver al principio: que para ser inscritas, las candidaturas deban contar con un número dado de firmas de apoyo, sin que esto implique afiliación a partidos; y, más importante todavía, que sea elegido un Tribunal Electoral cuyos miembros representen a las varias tendencias políticas. Me acuerdo de la lección de Abraham Lincoln, que para hacer el mejor Gobierno integró un Gabinete de rivales. Es que entre ellos se cuidan. Al propio Gobierno le interesa que sea así si quiere gozar del respeto nacional e internacional. Con un CNE independiente, estaríamos libres de la mordaza que por medio de su Tribunal quiere imponernos el Gobierno en la campaña electoral.