Alfonso Reece D.
Los shogunes Tokugawa (dinastía de dictadores militares que gobernó Japón entre 1603 y 1868), según nos dice Yoshimizu Kohei, obligaron a los daimyos (señores feudales) a vivir una parte del año en Edo (hoy Tokio). Reducidos a la ciudad los nobles construyeron grandes casas, rodeadas de espléndidos jardines. Así, “bajo la vigilancia del shogún, los daimyos se dedicaron a discutir sobre jardinería evitando temas políticos”. Astuta medida de los Tokugawa, que ayudó a que mantuviesen el poder más de dos siglos y medio. No sé cuál es el mecanismo psicológico que subyace detrás de este poder despolitizador de la jardinería, pero lo compruebo en los días en que puedo dedicar unas horas a este arte. En tales ocasiones lo que menos quisiera es oír hablar de política y esta repugnancia se mantiene por algunas horas. Y justamente los días en que puedo tener esta ocupación en su mayor parte son sábados. ¡Flores, árboles y pájaros, en lugar de insultos, lugares comunes y lisonjas!

Un proverbio chino dice: “Si quieres ser feliz un día, bebe; si quieres serlo un mes, viaja; si un año, cásate; pero si quieres serlo toda la vida, cultiva un jardín”. Efectivamente, un jardín o, adaptándonos a la vida urbana, un balcón con macetas, o solo un ventanal tras el cual crecen unas matas, pero eso sí, cultivadas con esmero, es fuente inagotable de satisfacciones. Las lecciones del cultivo de plantas son imperecederas, en el fondo de ellas subyace la evidencia de que los logros y los goces provienen del esfuerzo y de la constancia, más un poco de atención a las lecciones de los maestros. Es muy probable que la afición de los japoneses a la jardinería y sus logros como pueblo se basen en las mismas virtudes: tenacidad, paciencia y sentido estético. En cambio, muchos de los problemas que tenemos como nación explican también nuestra poca afición a la jardinería. Somos inconstantes, lo queremos todo fácil y no nos esforzamos la búsqueda de la belleza. Algunos de los males de la república se habrían solucionado con un mejor criterio estético, el populismo, entre otros.

Alguna vez leí que “quienes tienen ideas descabelladas sobre cómo gobernar el mundo deberían comenzar por un pequeño jardín”. En efecto, la jardinería es una excelente escuela para la política y la economía. Hay que gobernar sobre seres vivos a los que no se les puede imponer hormas contrarias a su naturaleza. Los rosales siempre producirán rosas y jamás aguacates. Por “el bien” de una hiedra, no podemos transformarla en un árbol y será siempre una enredadera. No son iguales y en eso reside su gracia. Se puede forzar a determinada especie a vivir en un clima y un ambiente que no le son propicios, pero los resultados siempre serán insatisfactorios. Quizá la clave de este arte está en conjugar las diferencias entre las plantas y los otros seres que moran en el jardín, para obtener un resultado armónico, conforme al proyecto del jardinero. ¿No es esa la labor de los estadistas?