Alfonso Reece D.
Viene desde el profundo Medioevo la disputa. Italia estaba dividida entre los güelfos, partidarios del papa, de las libertades de las ciudades y de la organización republicana; y los gibelinos, partidarios del emperador, del centralismo y de la monarquía. Desde entonces, aunque de manera matizada, la Iglesia católica ha hecho causa común con quienes se oponen a la autocracia. Hubo en tantos siglos vaivenes, entendimientos y desentendimientos, pero la tendencia, sobre todo a partir del siglo XIX, se aclara, para hacerse incuestionable en la centuria pasada.
Para esto hay bases bíblicas, primero. Los conceptos de individuo y libertad nacen en las palabras mismas de Jesús y de los apóstoles. Luego, la idea de un estado de derecho en el sentido que lo entendemos modernamente, la formularían clérigos católicos como Vitoria, Molina, Mariana y otros, con hondas raíces en la escolástica tomista. Con el advenimiento de los totalitarismos las posiciones quedan definitivamente fijadas. El nazismo y el comunismo siempre consideraron al catolicismo como su enemigo, si bien la resistencia católica se desenvolvió con extrema prudencia. Como la Iglesia no es una entidad política no puede enfrentar al poder estatal porque sus medios no son correspondientes. Por eso ha convivido provisionalmente con algunas dictaduras, con las cuales ha terminado irremediablemente enemistada, véase los casos de Trujillo y Perón, cuyas caídas se debieron en buena parte a la oposición eclesiástica. Y el verdadero demoledor del Muro de Berlín se llamaba Karol Wojtyla.
Mas en las situaciones descritas y otras similares, no ha sido la religión la que ha conspirado, sino que un irresistible afán conduce a los autoritarios, más tarde o más temprano, a una interferencia en determinados campos que para el catolicismo resulta inaceptable. Si en sus inicios los totalitarios suelen acercarse a la Iglesia y mostrarse taimadamente contemporizadores, en cierto momento sacan las uñas. Esto no es circunstancial, está en su matriz mental: no pueden tolerar un poder no estatal. La intemporalidad de los dominios de la religión es un desafío que no aceptan. Cuando le meten la mano a los temas eclesiásticos provocan una reacción defensiva, a la que ellos responden siempre con las mismas palabras: que los clérigos no deben intervenir en política. Practican un curioso laicismo de una sola vía.
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Y siempre hubo gibelinos que quisieron ver al catolicismo sometido a los poderes temporales. Una constante entre las dictaduras ha sido la de querer implantar Iglesias “nacionales” que se substraigan a la comunión con Roma. Esto fue lo que hicieron algunos monarcas, cuyo absolutismo los llevó a convertirse en cabeza de la religión de sus países. En China existe una Iglesia católica china, organización títere sostenida por el régimen comunista. En México, el gobierno del Plutarco Elías Calles trató de crear una Iglesia Nacional Mexicana. Y ese es el sueño de ciertas vertientes que quieren una “iglesia popular”, cuando no “revolucionaria”, gobernada, dizque, por “comunidades de base”, en una suerte de “democracia directa”. Ya sabemos qué significan esos terminajos: todo el poder para los déspotas.