Aquel punto puede ser el lunarcito que lleva debajo del ojo o aquel de admiración que culmina en sorpresa: “¡Qué larga es mi existencia!”, pues Ana se obstina en querer prender la vida. “No hay forma de amar que no sea precipitada”, objetaría Roy Sigüenza. Aquella lojaquileña radicada en Quito guarda un dejo repentino de su lugar natal, mas en sus venas corren aguas del Padre Río como ella llama al Guayas con cierto rigor apegado a la semasiología.
La negación del tiempo consume angustia. Fuera de él solo hay espacio para un dios problemático. “Quien nos mostró la caída no fue quien nos mostró cómo abrazarnos”, dirá Ernesto Carrión, llegando incluso a increpar al Creador: “No sé quién está más malo desde que soy tu criatura”. No existe poesía sin irreverencia. “Ayer fue difícil existir, mañana ya es hoy, es decir un prematuro ayer. Es complicado vivir tres veces en un solo giro”, se queja Ana Minga.
Aquella criatura se deshoja sin tomar en cuenta las estaciones: “El cuerpo ya no me queda, se desarma como un árbol en pleno incendio”. No tiene la culpa, creció tan rápido que sus sueños se encogieron. Ama a los perros “cuya cabeza pesa demasiado”, los que “muerden sus silencios”. Ana piensa, como Edgard Abbey, que “cuando el mejor amigo del hombre sea un perro, ese perro tendrá problemas”. Sabe que puede reconocer su alma en la mirada agradecida de cualquier can callejero, aquel que nos sigue hasta la casa sin pedir permiso. Al fin y al cabo somos a veces “aquellos perros que duermen con miedo”.
Corremos detrás de nuestro destino como ellos persiguen su rabo. Debe de haber perros que penan, se les engrifan los pelos, se encrespan; ha de existir un paraíso para perros erizados. Escribo este artículo el 31 de diciembre, animales enloquecidos por los petardos “los que tienen en su cabeza tambores en vez de corduras”.
Ana de los mil y unos cuantos días, ojos perseguidos por una carabina con la muerte jodiendo. “Soy culpable de estrenar esta melancolía de delfines, de mirar la nada con ojos llenos de muerte”. Carolina Patiño ha de vivir a pocas cuadras, también Arthur Rimbaud, Gérard de Nerval, Medardo Ángel Silva, Jacinto Santos Verduga, el loco Niezstche: “No creo en la vida eterna sino en la eterna vivacidad”. Ana está sentada al lado mío, bebe vino tinto, sueña con pasar de año en el Malecón 2000, “bomba en pleno estallido” atraída por el farol frente a la iglesia, el chapotear de las aguas, el pasillo con taquicardia. Ana fuma varios cigarrillos porque “el dios vino reza en las venas”. Hablamos de Carolina, ella dice: “¿Qué se hace con el niño que nace soñando con la muerte? Es imposible negar que la vela consume un sueño”.
Suenan en mi cabeza las voces de Julio Jaramillo y Olimpo Cárdenas: “Y para mis huesos, cuando yo me muera”. Coincide la oración con la vida de un cirio: “No hay soledad compartida cuando uno es huérfano de ataúd”.