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No hace falta enseñarle al presidente Chávez que quien siembra vientos cosecha tempestades: que haga lo que quiera, que para eso tiene agallas y no le falta verborragia. Pero sí habría que advertirle que ahora pertenece a un bloque regional.

En los primeros días de julio Venezuela se unió al Mercosur en la cumbre de Córdoba. Hugo Chávez, histriónico y bolivariano, aprovechó la ocasión para uno de sus habituales baños de multitud y para “comerle la ficha” a Lula da Silva. Está de parabienes porque sus amigos van creciendo del lado oriental de los Andes. Desde el Caribe al Río de la Plata cunden las pataletas y desplantes de la política enojada. La que sostiene que todos son malos menos ellos: los gringos, los peruanos, los holandeses, los curas, los conquistadores, las empresas petroleras, los medios de comunicación, los liberales, los españoles, los judíos… La teoría de la conspiración es vieja como la injusticia: cualquiera que se oponga será tildado de traidor, mercenario, vende patria y cipayo.

Que Venezuela se una al Mercosur es auspicioso: siempre es mejor asociarse con un rico que con un pobre. Quizá los presidentes de la izquierda enojada consigan lo que no logró la divertida: la unión de la América del Sur. Pero no parece buen camino el de las broncas. Ni los chilenos, ni los peruanos, ni los mexicanos, ni los colombianos tienen por qué sufrir los malos humores de otros presidentes de países supuestamente amigos. Entre hermanos podemos entender y olvidar esas diferencias: sabemos que son bravuconadas de estas épocas, de los caretones de la política que hoy están y mañana no. Ojalá los pueblos de nuestros países sepan disculpar a sus presidentes ofuscados.

Pero a Hugo Chávez además le gusta meter el dedo en el enchufe y provocar algún cortocircuito. Después de protagonizar su unión al Mercosur se fue volando a Irán para decirle al presidente Mahmud Ahmadinejad que es su amigo del alma, su hermano y su pana. Desde allí le tira flores a Corea del Norte y a Hezbolá y habla pestes de Israel en uno de los momentos más complicados en la historia del Medio Oriente. Después sigue su gira visitando cuanto enemigo de los Estados Unidos pueda encontrar. Y termina su vuelta al mundo tomando yogur con Fidel Castro en su lecho de anciano convaleciente. Entre ellos se tiran rosas y piropos, hasta la victoria siempre.

No hace falta enseñarle al presidente Chávez que quien siembra vientos cosecha tempestades: que haga lo que quiera, que para eso tiene agallas y no le falta verborragia. Pero sí habría que advertirle que ahora pertenece a un bloque regional, y que, entre risas y mofas, arrastra en su embestida a medio continente hacia lo que Bush y sus amigos consideran el eje del mal. Y los amigos de los Estados Unidos no son solo Chile y Colombia: son Canadá, Gran Bretaña, Francia, Japón, Israel, Arabia, Alemania, México, la India...

La conducta de Chávez recuerda a veces al general Leopoldo Fortunato Galtieri, el grandilocuente dictador argentino que, excitado por multitud que llenaba la Plaza de Mayo, Buenos Aires, en abril de 1982, le gritó a Margaret Thatcher, en presencia del secretario de Estado norteamericano Alexander Haig, que le presentaría batalla a los más poderoso del mundo.
Su fanfarronada llevó a la Argentina a una guerra absurda: dos meses después se rindieron como cobardes de escritorio. Dejaron abandonados a su suerte, en el campo de batalla de las Malvinas, a los valientes que pelearon en trincheras heladas,  buques mal aviados y aviones recauchutados. Soldados que murieron como héroes en las islas o volvieron desbandados y humillados por la puerta de atrás a un país ingrato y oscuro.

Parece la estrategia latinoamericana para construir poder en sus propios países y afuera de ellos: provocar chisporroteos con el que se presente, cueste lo que cueste y pase lo que pase. Lo está probando hace rato Hugo Chávez. Pero ya lo hizo antes Fidel Castro, y lo siguen con suerte dispareja Néstor Kirchner y Evo Morales.

¿Hay que llegar hasta ahí? ¿Se puede estar siempre enojado? ¿Hay que ser malo siempre? Nunca es bueno buscarse problemas gratuitamente y menos con los poderosos. No está demostrado para nada que haya que construir el poder a fuerza de rabietas. Además, las peleas generan más peleas y los enojos esconden agendas impensadas. Al final nos podemos quedar solos, como Castro en su cama del hospital.

* Periodista argentino