Otra vez está la pluma en nuestras manos. Sin odio ni ira. Quizá más bien con un tanto de amargura mezclada en una pequeña dosis de ironía. No tratamos de hacer leña con el árbol caído como hacen quienes a la sombra de todos los regímenes buscan ubicación adecuada para sus instintos presupuestívoros. Ni cantaremos ditirambos ni haremos elegías. Aunque en el ambiente –melificado por la voz cósmica de Berta Singerman– haya importado más discutir si fue mejor la interpretación de Los Caballos de los Conquistadores, de Chocano o La Alegría del Mar, de Sabat Ercasty, antes que la caída espectacular –sin pena ni gloria– de un régimen político, no tenemos intención lírica ni inspiración elegiaca. Si algo tentaría ahora que el ambiente está literalizado y lleno de poesía, sería el epigrama. Sentaría mejor la gracia alada del chiste.

¿No fue el chiste sistema de Gobierno? Por más que poco chistosa fuera la miseria y poco chistosa el hambre popular, el chiste expresó la medida de la inepcia. El régimen mismo, si no hubiera tenido en el fondo la miseria angustiosa de las masas y la estranguladora pobreza, hubiera sido un chiste. De mal gusto quizá. Pero un chiste es siempre un chiste. Mientras unos reían con la risa dolorosa del payaso con cara enharinada y corazón sangrante, otros tuvieron la risa satisfecha y refranera de Sancho. Refranes de Sanchos y gestos de Pachecos... ¡Pobre país! Y si alguna satisfacción tenemos en la de haber hincado con la pluma –en los momentos de mayor peligro– a los muñecos de serrín y a los globos inflados de vanidad. A ese precio hemos comprado el derecho de reír.

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Pero dejemos tranquilos a quienes necesitan ahora paz. Aunque sea la paz del sepulcro. Unos necesitan la paz del cementerio y otros la paz de las penitenciarías. Salir de una Legación para ir a una cárcel sería ilustrativo de las vanidades humanas. ¡Vanidad de vanidades! que dijera el predicador, rey en Jerusalén. Dejar de ser Justiniano para convertirse en un número anónimo –el 28 por ejemplo– sería saludable para meditar sobre el tránsito de las cosas humanas.
Sic transit gloria mundi. Pero, dejemos que los muertos entierren a sus muertos. La realidad es más ... angustiosa... que todo y reclama que se la mire de frente. Y nuestra realidad está preñada de inquietudes. De horribles inquietudes y de incertidumbre. ¿Sería necesario el recuento? La economía ecuatoriana ha quedado casi sin vitalidad después de la danza de los millones. Se vio sin plan.
Nada orgánico que creara. La necesidad fiscal –con voraz apetito de buitre– hizo presa de lo económico. Llenar las arcas cuando el pueblo estaba con el estómago vacío fue un sistema de política. Un Gobierno rico en un país pobre es una paradoja cuando no un crimen. Porque es la mejor forma de encadenar las conciencias. De callar los gritos. Y –aunque la imagen sea tosca– nuestra situación era la del caballo del portugués. Estábamos aprendiendo a no comer mientras los poderosos caciques llenaban las arcas propias. Y seguramente hubiéramos muerto cuando ya estábamos aprendiendo a no comer. Solo que el chiste –siempre es chiste– se frustró. Quien murió fue el portugués.

No vamos a gritar: “El rey ha muerto, viva el rey”. Las obras no se juzgan por su prólogo. Y perderíamos nuestra honestidad de periodistas para ser plumarios. Pero sí cabe decir que tenemos esperanza. ¿No es bastante ya tener esperanza allí donde antes se había puesto la grave frase que viera Dante a la entrada del infierno: ¿Perded toda esperanza? No sabemos aún el rumbo que se imprima al país. Es más: adivinamos serios peligros. Pero nos llena de esperanza la actitud inicial firme. La obra depuradora empezada. La mano viril que arranca la careta del rostro de los pícaros y saca la bolsa hurtada del bolsillo de los que hicieran de la política un negocio lucrativo y una industria sin patente. Por una especie de ricorsi viquiano hemos vuelto al punto inicial: el 9 de julio. Y conste que si condenamos ese movimiento –originariamente puro y aprovechado luego por bribones de todas las calidades– creemos que ahora tiene el país una mayor experiencia. El ejército, mayor conocimiento de los hombres. Y la ciudadanía, mayor cansancio de nuestra democracia de loros parlanchines de todos los colores. El país tiene en este momento necesidad de una obra de creación.
Enérgicamente conducida. Y no es malo que el ejército –que ya lleva encima la responsabilidad histórica de haber auspiciado a civiles ineptos– tome ahora sobre sí la responsabilidad directa. Así podrá la historia juzgar sin subterfugios su obra.
Y el país sabrá si tiene o no razón para esperar de él la garantía de su bienestar.
Es el futuro el que dará su opinión definitiva. El presente solo está lleno de expectación y de esperanza.

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(EL UNIVERSO/30/octubre/1937).