Se han cumplido cien años del nacimiento de Jorge Carrera Andrade. Y han de cumplirse otros cientos, y sentiremos la presencia viva de su poesía. Posiblemente los hombres de siglos venideros dirán lo mismo que hoy decimos de Gardel: que cada día canta mejor. Que día tras día se ahondan más y se adelgazan sus poemas. Los hombres del futuro, hartos quizá del mundo tecnológico y tecnócrata, redescubrirán las voces esenciales del poeta, sus insistencias en dialogar con todas las ciudades del planeta, su búsqueda incesante del amor y la respuesta de la soledad.

Uno de los recuerdos más lejanos –y a la vez más intensos– que tengo de Carrera es de la noche en que el general Rodríguez Lara le entregó el Premio Eugenio Espejo, en Quito. Tras los actos formales, los discursos y los abrazos, acompañamos al bardo en el agasajo que se le ofreció. Mirado a la distancia no era igual que tenerlo cerca: coincidimos con Pedro Jorge Vera en que Carrera era un hombre minado por los golpes de alguna enfermedad material o espiritual. Lo decían sus ojos y todo su semblante. Como en un calendario de la tristeza humana, mostraba la señal de las noches de insomnio.

Entonces, Pedro Jorge me contó las sinrazones y las mareas altas que golpeaban el espíritu del noble poeta. Supe de lo mucho que le afectaba la separación de su cónyuge y de su hija. De su negativa a acompañarlo en su regreso al Ecuador.

Aprecié claramente la sal de las ausencias impresa en varios versos suyos: “¿Dónde estuviste, soledad / que no te conocí hasta los veinte años? / En los trenes, los espejos y las fotografías / siempre estás a mi lado”; “La misma soledad hospedada en los huesos”; “No salgas a buscarme con ahínco / que yo vendré a tu encuentro con variados disfraces”.

Definitivamente supe entonces que ese hombre envejecido de repente no era el mismo optimista diplomático que brillaba por su talento y su magnética personalidad en las mayores capitales europeas y latinoamericanas.

Teniéndolo tan cerca, podía presentirse que el poeta retornaba a las ciudades campesinas eternamente niñas. A los campanarios de sus cientos de iglesias; a los animales domésticos de los que recibió lecciones de humildad; a las acequias serraniegas y a los calidoscópicos y multicolores puertos tropicales.

Quedaban atrás las cegadoras luces de las cancillerías extranjeras y de las academias que lo recibieron con honores. Las numerosas traducciones de sus libros, por la que tiene sitial intransferible en la literatura universal. La obra por la que fue postulado al Premio Nobel y le fue mezquinado sin razón valedera.

Ahora que se han cumplido cien años del nacimiento y veinticinco de la muerte de Carrera Andrade, es justo destacar que la Casa de la Cultura Ecuatoriana, presidida entonces por Galo René Pérez, recibió al bardo con los brazos abiertos, en su retorno a la patria. Le publicó la Obra Poética Completa, le encomendó la Dirección de la Biblioteca Nacional y le rindió el gran homenaje que le debíamos los ecuatorianos.