Como en un mundo posapocalíptico, todavía quedan rastros de lo que fue una pandemia sorpresiva y dolorosa. Señales de distanciamiento social en las veredas y pisos de edificios, envases de alcohol vacíos y abandonados, atornillados a las murallas y pálidos carteles del uso de la mascarilla.

Una pandemia que nos llevó a un encierro donde tuvimos tiempo para repensarnos como individuos y sociedad. Un encierro que hacía prever que del mismo modo que los entornos ecológicos se recuperaron de manera sorprendente, la naturaleza humana también podía mejorar.

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Pero no, pasaron los meses, nos liberamos de la cuarentena provocada por el COVID-19 y ahora vivimos un nuevo confinamiento, secuestrados por el miedo a la inseguridad.

Vivimos exponiéndonos lo menos posible, aterrados, encerrados en un círculo vicioso de experiencias, relatos, noticias, videos y feroces estadísticas de violencia y criminalidad.

Volvimos a ser animales primitivos, atentos, desconfiados, esquivando a los depredadores que pueden aparecer amenazantes en cualquier momento y lugar.

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El miedo como emoción, se transforma en posibilidades de acción, y ante la evidencia de que las cosas se salieron de control, las personas han buscado otras formas para enfrentarlo, distintas a las convencionales, aplicando la “justicia del barrio”. “Alerta extorsionador o ladrón, si te agarramos no te entregamos a la policía, te linchamos”, dice un cartel expuesto por los moradores de un sector, que apareció en una noticia de este Diario. En ella se profundiza sobre cómo varios barrios de Guayaquil y otras comunidades del país se están organizando para combatir a la delincuencia mediante la instalación de cámaras, botones de pánico, alarmas comunitarias y chats.

Si no nos repensamos lo suficiente en el encierro del COVID-19, tal vez este es el momento de hacernos otras preguntas...

Alba Luz Robles, profesora de la UNAM, hace una distinción entre dos aproximaciones al miedo y la inseguridad, el miedo al delito hace referencia al temor de la población a ser personalmente víctima de la delincuencia, mientras que la inseguridad ciudadana puede entenderse como miedo al crimen en general, como un problema social. Es decir, la inseguridad ciudadana es el compendio de inquietudes que vienen impregnando al discurso de “la sociedad en riesgo”, que incluye no solo a la delincuencia tradicional, sino también otras preocupaciones como el terrorismo y el narcotráfico.

La inseguridad impacta en todo el tejido social de manera compleja, por eso no hay que verlo solo como un problema policial. La pobreza, la falta de oportunidades y la exclusión social son factores que contribuyen a la delincuencia.

Si bien es urgente trabajar en políticas públicas y aplicar todo el rigor para combatir la delincuencia, también es necesaria una nueva educación, que aborde el problema de raíz, que sea capaz de formar en una empatía social, en todos los niveles, que promueva la construcción de comunidades íntegras y solidarias.

Si no nos repensamos lo suficiente en el encierro del COVID-19, tal vez este es el momento de hacernos otras preguntas y empezar un cambio que es fundamental. (O)