Cuando falleció mi esposa, mi familia política tomó como mantra una frase que ella solía decir: “Al final, lo único que nos llevamos de esta vida son los momentos compartidos”. Me prometí nunca más escribir en memoria de los que se van. Y si bien escribí una nota reciente en honor a uno de mis mentores, he dejado pasar la oportunidad de dedicarle unas palabras a personajes valiosos (al menos, para mí), como mi suegro. Ahora, me encuentro ante la partida de mi padre; algo que todos, inevitablemente, debemos vivir. Insisto en negarme a escribir notas luctuosas. No quiero convertirme en un escritor de obituarios que sea leído por los adictos a la pena y al morbo. Sin embargo, tantas visitas de la huesuda a mi barrio me lleva inevitablemente a compartir reflexiones sobre nuestra efímera existencia.

Me encuentro en el ejercicio personal de que la muerte no convierta en santos virtuosos a los personajes que se van. No quiero tampoco caer en el extremo opuesto de satanizarlos. Quienes han sido parte de nuestras vidas nos formaron con sus virtudes y defectos. Somos lo que somos gracias a ellos, de manera integral. Querer borrar las deficiencias de los demás es arrancarles su humanidad. Cada día me convenzo más de que la esencia de lo humano radica en nuestras contradicciones; en las torpezas y fracasos que cometemos cuando pretendemos ser mejores a nosotros mismos.

Esto no quita valor al resaltar las buenas obras de los ausentes. Se puede tener la imagen de un ser humano, que haya logrado actos dignos de ser recordados, más allá de sus humanas limitaciones.

Creo que lo que más nos entristece con la muerte de un ser querido no es solo su partida permanente. También nos duele que con esa persona se va la oportunidad de mejorar el trato que se tenía con él. Siempre aspiramos a hacerlo mejor la próxima vez; y nos duele saber que ya no podremos.

Ni los momentos nos acompañan en lo que sea el más allá. Nosotros somos los momentos; en nuestra vida y en la vida de otros.

Eso sí, dos cosas me quedan claras: la primera es mi rechazo total a esa condescendencia social que solo alimenta el morbo y destroza cualquier chance de solidaridad verdadera. Hay más apoyo en el silencio que en las preguntas que piden detalles innecesariamente repugnantes. La otra es la necesidad de establecer formas más dignas de fallecer. Tiempo atrás, había personas que -con propósitos estrictamente políticos- hablaban del “buen vivir”. Me resulta injusto y cruel que no tengamos control sobre nuestra forma de dejar este mundo. Es tiempo de que se hable de forma seria sobre un “buen morir”; una alternativa distinta a que una mutación extraña nos devore por dentro. La eutanasia debe ser una alternativa para quienes se encuentran en profundos estados de dolor y sufrimiento durante su agonía.

Ahora, cuando recuerdo la frase de mi esposa, me atrevo a refutarla. Te equivocas, Peque Peña. Ni los momentos nos acompañan en lo que sea el más allá. Nosotros somos los momentos; en nuestra vida y en la vida de otros. Somos la sumatoria de encuentros; forjados por las adversidades que muchos nos ponen en el camino, y pulidos por la sabiduría y el amor que compartimos con otros. Que el Paraíso y el Infierno sean entonces lo que dejamos en la memoria de los demás. (O)