Te dejo, como la rata que huye del barco que está por naufragar. No vas a hundirte, pero ya desapareciste. De campestre y pastoral solo te quedan tus memorias. Lo que queda de ti existe acorralado entre el proselitismo reaccionario de tus áreas más humildes y las pretensiones de tus haciendas, disfrazadas de urbanizaciones.

Que te duela esta verdad, de la que ya no puedes huir: Eres una ciudad; un desastre de ciudad.

Quito tiene algo que tú todavía no logras: historias, síntoma indiscutible de la vida urbana consolidada.

Dejaste morir a tu tren. Tus estrangulados caminos de campo ahora tienen atolladeros interminables. Lo mismo ocurre en tus modernas autopistas. En tus parcelas ya no hay vacas, solo casas y edificios de siete pisos. Eras el sitio donde la gente iba para descansar el fin de semana. Ahora tus habitantes huyen de ti, de viernes a domingo. Cuando te miro en los mapas, veo que el 90 % de tu territorio ya está urbanizado. El que te clasifiquen como parroquia rural parece un chiste de mal gusto; una apología a la negación de la realidad.

No todo lo tuyo es malo. No voy a pecar ni de ingrato, ni de absolutista. Por casi cuatro años le diste abrigo a mi familia. Disfrutamos mucho de tu clima; de poder andar descalzos por la casa, sin morirnos de frío. De la muerte de tu ferrocarril salió un chaquiñán que en algo alivia la necesidad de encontrarse con la naturaleza. Te estás adueñando de la movida interesante de la ciudad. Si bien compartes muchos aspectos con Quito, como tus calles repletas de letreros decolorados por la radiación solar, tienes un aire mucho más puro. En tus barrios no hay necesidad de usar mascarilla a causa de la contaminación, además del COVID.

Pero te estás privando de crecer bien. No eres para nada caminable, y tus urbanizaciones cerradas te han inundado de calles sin vida, sin ventanas. Quizás sería mejor que sueltes tu pasado y comiences a crecer verticalmente. A lo mejor así recuperas esa vida de comunidad que tanta falta le hace a tus barrios, y solo existe ahora en las cercanías a tu centro histórico.

Volví al bullicio del valle de Quito; a no tener la necesidad de usar un automóvil para comprar el pan; a recordar los rostros que se repiten frente a la casa: la anciana que pasea a su perro, el encargado de los estacionamientos en la zona azul, el indigente que solo habla inglés y francés. Quito tiene algo que tú todavía no logras: historias, síntoma indiscutible de la vida urbana consolidada.

Espero –de todo corazón– que dejes de ser el adolescente que se niega a crecer, y aceptes lo que eres. Que comiences a configurar manzanas de verdad, que te hagas veredas que inviten a caminar y a contemplar, con edificios permeables a la luz y al paisaje.

Tampoco te excedas. Aprende de los errores ajenos. No te conviertas en esa mítica Kowloon de Hong Kong, donde la gente vivía como ganado, en espacios humillantes. Aún tienes chance de ser un buen lugar, sin dejar de ser un buen negocio. Que la avaricia de algunos no te rompa el saco; y que las autoridades correspondientes hagan algo para hacerte crecer de manera ordenada.

Sigues siendo mi lugar de trabajo. Por eso espero presenciar tus mejoras, día a día; y poder disfrutar de aquellas bondades tuyas que estén por venir. (O)