Hace unos días leí un tuit que decía: “Ya no quiero vivir en el país del encuentro”. Lo sentí cargado de una profunda desilusión.

No soy experto en política, me gustaría tener la visión y agudeza de ciertos columnistas o analistas, pero no la tengo, tampoco pretendo usar este espacio hoy para entrar en el juego político de abonar a un estado de descontento.

Solo intentaré transmitir lo que esas nueve palabras me generaron.

El tuit mencionado apelaba a una declaración esencial de la campaña de Guillermo Lasso. A una propuesta que en su momento fue abrazada por una parte importante de un país cansado de la polarización.

Sin embargo, para que haya un encuentro no basta con un enunciado, debe existir una intención de encontrarse entre las distintas partes.

Esa intención implica una mirada empática, de entender a otros y estar dispuesto a llegar a consensos en función de un proyecto o plan compartido.

Hay ciertos elementos, que podría definir como culturales de nuestra política, que hacían prever un difícil escenario para ese tipo de oferta.

La dinámica que vivimos pareciera estar siempre abocada a la exigencia y demanda de la resolución inmediata de intereses particulares de cada sector económico, social, político o de diversos ámbitos, asumiendo cada uno sus necesidades como prioridad.

Eso, en un contexto donde no hay una declaración explícita y clara de un proyecto país, con una ruta y un plan de trabajo debidamente comunicado y socializado, hacen muy difícil la jerarquización de prioridades de las decisiones y acciones, lo que deja un escenario anárquico con una constante sensación de frustración y enojo.

Llevándolo de lo macro a lo micro, me da la impresión de que se vive en una permanente cultura de la sobrevivencia, basada más en la desconfianza y el oportunismo que en una visión social compartida.

Ya se cumple un año de la presidencia de Guillermo Lasso y el país está lejos de ser un lugar con voluntad de encuentro.

La realidad de un Ecuador atrapado por el narcotráfico y la corrupción hace que sea aún más difícil desviar la mirada de lo inmediato para pensar en visiones a largo plazo.

Tenemos demandas urgentes, pero creo que es utópico endosar la responsabilidad de las soluciones solo a un presidente y su equipo, y sentarse desde las tribunas a criticar y esperar.

Con una Asamblea nacional que en esencia nos debería representar como sociedad siendo el símbolo de los acuerdos, y que finalmente es una triste demostración de la incapacidad empática y las negociaciones bajo la mesa, queda poco espacio para pensar en el único camino que nos podría sacar de donde estamos: la colaboración.

Soñar con un país del encuentro habla de una necesidad de definir en conjunto un proyecto país, con la claridad de que sabemos a dónde vamos y no que vivimos de ese incierto país del día a día, donde es más fácil hacer una marcha para botar a un presidente que decidir trabajar juntos por un propósito común. (O)