No puedo dejar pasar la imagen de un candidato agitado, desaforado, con el ceño fruncido, usando un lenguaje soez y fuertes insultos, descalificando a todo aquel que piense diferente a él, candidato que probablemente sea el próximo presidente de Argentina, Javier Milei (enfrentará en segunda vuelta al peronista Sergio Massa).

Una amiga que vive en el país del sur me dejaba entrever una sensación de cansancio y frustración, aunque está consciente de lo que representa este sujeto, ha decidido arriesgar todo por un cambio y votar por él.

Jaime Durán Barba, en un artículo, hace referencia a que muchos electores votan por Milei porque comunica que pretende hacer un cambio radical. No entusiasman sus propuestas, sino exactamente lo contrario: sienten que son las que más cuestionan a la política tradicional. Son los rugidos de un león que viene a dinamitar al sistema.

Eso me lleva a recordar distintos momentos en la región y en Ecuador, donde se ha vivido en un péndulo político, pareciera que nunca se encuentra el camino, entonces se escoge rechazar más de lo mismo y apostar, como sea, por una nueva oportunidad, yendo así, de un lado a otro minando la estabilidad y los proyectos a largo plazo.

La fascinación por la promesa del cambio en la retórica política es un síntoma de una democracia en constante búsqueda de su propia reinvención. Zygmunt Bauman habla de la modernidad como un estado de transición perpetua, donde las promesas de cambio sirven como anclas psicológicas que ofrecen una falsa sensación de control y progreso.

El problema es que en nuestras sociedades del storytelling el cambio significa todo y nada. Difícilmente se escogen proyectos en una elección, se vota por un borrón y cuenta nueva. Un voto que representa una esperanza sostenida en el desencanto y la desconfianza, que puede ser un acto de fe o de venganza.

Un voto cómodo, donde el ciudadano de desliga de las responsabilidades y compromisos esperando un mesías que lo rescate y le dé solución rápida a sus problemas.

He leído diversas investigaciones que describen este fenómeno como una realidad difícil de cambiar, sin embargo, es igual de cómodo asumir este diagnóstico apocalíptico.

Uno de los caminos para enfrentar esta situación es cuestionar la formación de los ciudadanos.

Hay que pensar otra educación para los nuevos tiempos, la que tenemos claramente no sirve. No podemos conformarnos y condicionarnos con rankings y resultados sobre matemáticas y ciencias.

Hay una notoria deficiencia en nuestra educación por fomentar el pensamiento crítico, la evaluación racional y el escepticismo constructivo. La educación no solo es un proceso de traspaso de conocimiento, sino también una práctica social que prepara a los ciudadanos para participar conscientemente en la vida democrática. Debemos enseñar a cuestionar y a entender el impacto a largo plazo de las decisiones políticas. Solo entonces podremos esperar que la seducción de la promesa de cambio ceda paso a la elección informada y razonada.

La solución no está en el candidato, está en el ciudadano, ese es el cambio. (O)