Cuando una ciudad cumple con el rol de ser una capital nacional, se convierte en algo más que en el centro neurálgico de un país. Además de aquel rol, se convierte en el documento construido de una nación.

A pocas semanas de tener camiones repletos de manifestantes pasando en contravía por mi calle, a altas horas de la madrugada; de presenciar cómo llegaban camiones militares para estacionarse frente a mi casa, me encuentro en un escenario diferente. Estoy en Washington D. C., otra capital que también sufre –a su manera– sus propios momentos de crisis.

En varias ocasiones he mencionado que la consolidación de la capital estadounidense tomó mucho tiempo más de lo previsto. Washington D. C. fue la que más sufrió el ataque británico en sus intentos de reconquista de 1812. La Casa Blanca y el Capitolio originales fueron convertidos en cenizas. Para cuando la ciudad comenzaba a levantarse, debió enfrentar las consecuencias de estar próxima al frente de batalla, durante la Guerra de Secesión.

Las directrices que consolidaron a la capital federal recién se dieron a comienzos del siglo pasado, con el Plan McMillan, influenciado por la visión monumentalista de la época. Ahí quedaron plasmados el National Mall, los memoriales y los edificios públicos complementarios que caracterizan a la ciudad. Luego, durante la Guerra fría, Washington D. C. agregó una arquitectura brutalista, que se tomó las capas intermedias de la ciudad, con edificios de un Estado sobredimensionado y destinado a resistir la competencia ideológica y geopolítica contra la Unión Soviética.

El Washington D. C. que me recibe ahora está desgastado. Su Metro, que antes era una bella expresión del modernismo, está con escaleras eléctricas apagadas y letreros enmugrecidos. Las protestas se concentran ahora frente a la Corte Suprema, donde la gente expresa su inconformidad por su fallo en contra del aborto. Son las mismas personas que hace un año protestaban contra la brutalidad policial que acabó con la vida de George Floyd. A pocos metros de distancia se halla el Capitolio, que también sufrió el ataque más grotesco y peligroso que ha atestiguado la democracia norteamericana.

La capital expresa el desgaste de su nación. Me pregunto: ¿Cómo se expresarán los conflictos políticos y sociales de nuestro país en nuestra ciudad capital?

Nuestro escenario no es uno de discrepancias, donde se contraponen visiones de ética y de intereses. En nuestro país hay una realidad negada a un grupo específico de la población que debe ser atendido a la brevedad posible. Si la firma de la paz se convierte nuevamente en una excusa para ignorar esas carencias, tendremos peores revueltas en el futuro.

La desatención sufrida por la población rural indígena se ha convertido en la oportunidad perfecta para los que se autoproclaman salvadores de los más necesitados. En semejante escenario, el reclamo justo se convierte en el medio maquiavélico para que pocos mejoren su posicionamiento político.

Ignorar las carencias de muchos puede convertir a nuestra capital en una ciudad de cicatrices. (O)