¿Será un eufemismo? No lo sé, pero lo escucho a menudo, el fenómeno va atacando a personas cercanas, a familiares de amigos, a gente que basta escuchar para percibir que “algo” ha cambiado en su manera de expresarse, en su articulación y su ritmo. Yo misma lo rastreo en mi pensamiento, en las palabras que pronuncio y escribo: “¿cómo se llama un libro descuadernado y viejo? Ah, ya, mamotreto”, con un segundo de vacilación de por medio. O “¿qué día era la cita con las amigas?, veamos la agenda”.

No puedo referirme a los vacíos de la memoria con nociones científicas, porque ese no es mi campo. Solo recojo lo que ocurre en mi contorno y en mi generación por efecto de la edad, con más prisa en unos que en otros. ¿Qué clase de vida debe haberse tenido para que, sin caer en el azar de la enfermedad, se debilite más o menos pronto el uso de las capacidades intelectuales? Hoy muchos quieren prevenirse del deterioro: hay que leer a menudo, dicen; hay que aprender siempre algo nuevo; el ejercicio físico también repercute en la actividad cerebral, opinan. Yo vengo de un tiempo descuidado de esos consejos. Se trabajaba y se vivía intensamente. No estaban de moda los gimnasios ni la comida sana.

Pese a ello, recuerdo cuánto me impresionó don Xavier Zubiri, el gran filósofo español que tuve la oportunidad de conocer, cuando me contó que porque estaba retirado había emprendido el estudio del arameo. ¡Con más de ochenta años estudiaba la lengua de Cristo! Me quedó como ejemplo luminoso de lo que era no entregarse a la telaraña de la vejez ni cerrar la etapa del crecimiento interior.

Al maltratado por la fortuna puede llegarle el zarpazo cruel de la reducción o el desvarío. La mente que se queda en blanco pese a la experiencia comunicadora, caso del senador norteamericano McConnell, las confusiones de nombres, los olvidos de la identidad de quien se tiene por delante van haciendo obvio el triunfo del tiempo y, si tenemos suerte, consiguiendo la condescendencia de los demás. Tal vez, lo deseable sería identificar la etapa y vivir en lenta renuncia de lo que se lleva la vida. Así como se lleva a los seres queridos.

En su libro El peligro de estar cuerda (Seix Barral, 2022), Rosa Montero reflexiona sobre la relación entre creatividad y salud mental, tanto como para hacer sentir orgullosos a los “diferentes”, es decir, a los que no calzan con el molde que la sociedad ha creado para las personas. ¿Alguien hará sentir orgullosos a los viejos?, me pregunto, lejos del modelo de virtud y sabiduría que la tradición defiende. Y como siempre tengo obras literarias para apoyar mis observaciones, me acuerdo del ancianato de la novela Cien cuyes –que ya comenté en este espacio–, del peruano Gustavo Rodríguez, en la que el grupo residente alberga distintas personalidades, pero todas dirigidas y dispuestas a un mismo fin: morir y morir con alegría.

Creo que se nos “vuele la cabeza” será percibido por los otros más que por nosotros mismos. ¿O acaso nos daremos cuenta por la mirada de desconcierto, impaciencia o tolerancia que nos regala el dialogante? ¿Le contaremos la misma anécdota del día de ayer? ¿Recorreremos nuestra infancia y haremos loa de nuestros padres –que es como decir de nuestros próceres– abandonando el presente? Si es ley de vida, no toca más que resignarse. (O)