Tengo un familiar que cada día me pregunta: “¿Qué desgracia hubo hoy?, ¿quién falleció?, ¿qué decisión del Gobierno nos afecta?, cuando también podría interrogarme sobre la disminución del precio de la gasolina súper, el sistema de becas que favorece a los jóvenes más pobres o el programa cultural que nos enriquezca la vida. Pero como se va haciendo natural, prima la visión negativa porque la realidad se empecina en maltratarnos. Digo realidad como un sustantivo abarcador e impreciso, porque los factores dañinos siempre tienen un o unos responsables.

Aquí vamos, acostumbrándonos a fuerza de golpes a la mala calidad de la vida cotidiana que, en nuestro medio, siempre tiene razones que lamentar. Doy un mínimo testimonio: en mi barrio no tenemos servicio telefónico convencional desde hace seis meses porque según me han dicho infinidad de veces, el cambio a fibra óptica es laborioso (sin embargo, los vecinos que han pagado a trabajadores fantasmales ya lo tienen); mientras tanto, me llega una factura mensual por un servicio del que carezco.

Vivir con miedo

Son tantos los ejemplos del fracaso de la atención médica del IESS que enumerarlos aquí sería interminable. Cambian los gobiernos, los directivos, pero el drama de esa institución continúa intocado. Mi ayudante doméstica requiere de una extracción de vesícula y ha aprendido a vivir con una hipodérmica con Buscapina a la mano para atender sus cólicos.

También evito referirme a los ladrones, aunque parecería que los malhechores actúan con horario, como la gente honesta acude a sus trabajos: los del día andan en motocicletas merodeando por cualquier sector de la ciudad y los de la noche funcionan más a sus anchas, bajo la mera captación de las cámaras que los recogen como sombras. Y que la ciudadanía ha incorporado a su movimiento la posibilidad de ser asaltada en cualquier momento.

El aislamiento como castigo

Ante estos hechos, nos acomodamos, nos quejamos y solamente nos quejamos. No hay conversación grupal que carezca del anecdotario doloroso, ni deje de aludir a los avatares. Los que tienen fe creen que Dios tendrá piedad de este país y vendrá el anhelado mejoramiento. Los escépticos sabemos que la meta del progreso se estrelló en el discurso capitalista de que el trabajo nos haría triunfadores y ricos. Hoy se trata de resistir, de contar con una columna de fortaleza psíquica que integre la adversidad personal –las enfermedades, los accidentes– con los destrozos colectivos que han hecho los gobiernos, uno detrás del otro, que nos han llevado a la inseguridad, al desconcierto, al encarecimiento de la vida. Y al espectáculo repulsivo de los señores de la corrupción.

La resistencia exige cuotas de sabiduría que casi siempre no son atributos de la juventud, por carecer de pasado y perspectiva. Tal vez, algo de resignación se nos cruza en el camino a los de provecta edad. Pero defendemos la creación de un reducto íntimo donde quepan seres queridos, diálogos apasionantes, arte significativo, personajes, aunque muertos, para admirar e imitar. Los dramas seguirán empedrando el camino, los achaques atacarán los cuerpos e injustas enfermedades se cebarán en los jóvenes sanos, los corruptos mantendrán sus dientes sobre la flaca presa del Estado, los niños exigirán atención. A mí me funciona la lectura y resisto a base del exorcismo literario. (O)