Escasas son las universidades ecuatorianas que mantienen un activo programa de publicaciones. Una que otra, de vez en cuando, ¿para cumplir con las exigencias del CES?, ¿por la imagen? Yo tengo en mi mano dos libros que he consumido recientemente y provienen de la Universidad San Francisco de Quito y no responden a tareas investigativas o difusión científica. Son expresiones literarias desde en su bella apariencia hasta en los rasgos estilísticos con que han sido escritas. Vale celebrar que, entre sus altas tareas, la universidad jamás pierda de vista el arte.

Cabaret Montaigne (2022), de Diego Pérez Ordóñez, es un conjunto de artículos sobre libros leídos por el autor –abogado, escritor de temas profesionales y literarios–, que ostentan rasgos notables. Los dos con que nos invita a los “aperitivos” son una contagiosa proclamación de la práctica de la lectura, consciente de que defiende una actividad que requiere pausa, lentitud, interiorización y, por eso mismo, definidoras de personalidad individual e identidad colectiva, esa que nos falla tanto.

Su fidelidad a los Ensayos (1580) de Michel de Montaigne, esa luz del humanismo francés, lo conduce a reparar en que el gran pensamiento puede volcarse con sencillez y que de su pluma se recibe una clara perspectiva de “la tolerancia, la prudencia, la sospecha del poder y el afán por el progreso”. Desde su solitaria torre lo revisó todo porque el retiro no lo llevó a darle la espalda a la realidad. Esa capacidad de cavilación acaso lo hace creador de lo que para Proust sería diálogo interior e introspección.

Las lecturas de Pérez Ordóñez no se acogen a la moda ni son convencionales. El conjunto resulta un puente para cruzar hacia las riberas de James Salter, Manuel Mujica Laínez, Natalia Ginzburn o Mircea Cartarescu, por medio de una prosa pulida y elegante, de esas que trasuntan, inadvertidamente, las fuentes en que se nutren. Admiro la armonía de su redacción con las citas de los sesudos pensadores que enriquecen los temas, obras debidamente consignadas al final.

La novela Chat grupal (2023) es un ingenioso juego dramático (en el sentido de historia que carece de narrador, como ocurre con las piezas de teatro) apegado a ese recurso tecnológico que nos tiene ligados a una aparente comunicación, entre personas vinculadas (o distraídas, invadidas, exasperadas) por la promoción colegial a la que pertenecen. Esos cinco panas, cuatro hombres y una mujer, que en el presente de la acción van para los cuarenta años, tienen familias, negocios exitosos o fracasados, aventuras y opiniones políticas; se expresan con la concisión o laconismo de los chats para confesiones íntimas y preocupaciones de vida. Esas miniconfidencias se complementan con monólogos y diálogos,

que ponen sobre la mesa las formas de vida de una clase media muy quiteña, muy actual, que usa jerga de juventud y que aspira, como la mayoría, al progreso –que se mide con dinero– y la felicidad.

El lector está obligado a seguir los hilos conversacionales de todos los personajes, a diseñar sus perfiles sin las cómodas caracterizaciones de quien nos informa cómo es el color del cabello de tal o cual. Cuando leo estos despliegues de actualidad, lo que deseo es que no venga un nuevo invento que envejezca los recursos de una novela entretenida. (O)