Si bien a veces me asalta la idea de la isla desierta –idea literaria porque se la debemos a Daniel Defoe y su Robinson– con su parcial metáfora del retiro y vida natural, soy consciente de que es una escapatoria mental momentánea a las tribulaciones de la vida. La realidad es que desde que nacemos estamos forzados a la convivencia con múltiples individuos y grupos que irán poniendo mieles o amarguras en la existencia personal, en la medida en que adquirimos las destrezas de la sociabilidad.

Por eso, aunque hay de hecho hogares que optan por la “educación en casa”, la mayoría de los pequeños se integran a esas comunidades llamadas unidades educativas para construirse como sujetos, con todas las adversidades que ello convoca. Cada uno de nosotros tiene en algún lado de la memoria los pasajes de infancia en que los compañeros fueron burlescos y hasta crueles. Yo hice una especialidad de mi observación: el daño encubierto de broma que le caía encima a los más débiles e inseguros de mis alumnos. Y lo combatí con rigor.

Sin embargo, lo mayoritario fue el desarrollo del compañerismo en el trabajo de equipo, en la amistad, en los enamoramientos primeros, hasta en la complicidad de la que a veces se revestía el espíritu de cuerpo. En mi plantel se practicaban todos los pasos de una elección política: campaña electoral, debate de candidatos, sufragio, proclamación de ganadores. Y desde el triunfo un Parlamento Estudiantil llevaba acciones de complementación de la vida institucional.

Ya sea como ciudadanos, en términos de deberes y derechos constitucionales, o como hijos de Dios, en palabras religiosas, el trasfondo gregario se alimenta del sentido de pertenencia. En los libros de Cívica de mi tiempo se explicaba el nacionalismo como un lazo que aferra a la persona a tierra, lengua, historia y costumbres. Somos uno y muchos al mismo tiempo: los otros se alinean junto a mí para formar un gigantesco círculo. O una muralla, como dicen los versos de Nicolás Guillén, que tanto se cantaron en la trova cubana, poema que da cabida a la idea de unión para la defensa.

Lo impresionante es que “el otro” está en todas partes y que en la obligada marcha conjunta hay que buscar sentimientos de unión y planes de convivencia. Más, cuando las características de la vida actual (desigualdad, injusticia, corrupción) acicatean las distancias y permiten la afloración de las bajas pasiones. Repito lo que afirman los analistas de las redes: ese maravilloso medio se usa para expresar odio, rechazo, implacable desprecio, más que nada porque permite el enmascaramiento, el grito cobarde del anonimato. Ecuador está zambullido en una caldera de negatividad que nos orienta a ver un enemigo en cada otro: la calle es la selva de los delincuentes, las instituciones están tomadas por los corruptos, la política es el caldo de cultivo de una mafia que se ha tomado el poder.

¿Cómo vamos a transformar esas sensaciones? ¿Cuándo volveremos a salir confiados a esas vías que tienen la historia de nuestra ciudad impregnada en su paisaje? ¿Qué tiene que pasar para que la familia, la escuela y la universidad sean los eslabones del mejor y eficaz proyecto educativo? En otras palabras, si nada somos sin los otros, ¿qué debemos hacer para que mirando a los demás se nos revierta nuestro propio rostro? (O)