Síntoma de una sociedad corrompida es esto del “arreglo”. Si hay un lío entre compadres, pues hay que “arreglar”, si de una disputa de calibre se trata, igual, hay que arreglar. Todo lío se compone, todo desafuero se disuelve, todo escándalo se entierra.

Se arregla todo lo imaginable. No hay límite en la fértil imaginación que se inspira en la viveza. Sería bueno que el “arreglo” al que me refiero consista en transacción legítima hecha sobre la mesa, en alianza transparente, en negociación razonable y decente. Pero no. No es ese el “arreglo” en que vive anclada la sociedad ecuatoriana. Es el otro. Es el del remiendo chueco, el del pacto subrepticio, el del esquinazo mágico, donde vivos de profesión y hábiles con influencia dividen tajadas, entierran desafueros y tapan toda suerte de picardías.

El “arreglo” ha desplazado a los viejos conceptos del “prestigio” profesional e institucional. Ya no se necesita tener prestigio ni saber nada. Al contrario, el prestigio estorba. Hay que saber de la letra colorada. Hay que moverse en el mundo equívoco de pasillos, palanqueos y telefonazos. Es menester tocar las puertas que corresponda, hablar con el hombre clave, enconfitar lo escandaloso, inmoral y torpe. El asunto es obtener resultados. Lo demás, la ley, los principios, los escrúpulos, son disparates de despistados. Lo grotesco es que, con frecuencia, arreglo y arreglador salen librados de modo tal que hasta se convierten en “ejemplo” de las generaciones futuras. La historia está llena de monumentos al cinismo.

Esa “cultura del arreglo” empapa la sociedad, atraviesa lo público y lo privado, lo grande y lo pequeño. Es, digamos, el estado normal en que se mueve la gente. Es lo que explica por qué el Ecuador es uno de los países con mayores índices de corrupción del mundo, por qué las instituciones son grotescas carátulas y antifaces ridículos que no logran ocultar la verdad que todos saben y que muchos, cobardemente, esconden y disimulan. La “cultura del arreglo” hace de la república una mentira, del mercado un cuento, de la democracia una payasada que todo el mundo alaba por compromiso, en esa suerte de falsificaciones pactadas y de estafas intelectuales en las que la sociedad nada como pez en el agua.

El “arreglo” envenena la vida de la comunidad. Mientras no se enfrente semejante práctica y no se logre que la integridad sea un valor social efectivo, y no el aburrido capítulo de un sermón, todos los esfuerzos que se hagan en torno a la reforma de las leyes y a la restauración de las instituciones serán estériles y sonarán a la reiteración de una burla. Eso supone, claro está, educación, pero ante todo, decisión de acabar con la viveza y desterrar el fraude. Allí deberían tener la sociedad civil y las autoridades un punto esencial de conexión y la meta de hacer de la república un sitio decente para vivir.

Inaugurar acuerdos públicos, transparentes y de largo aliento es tarea que implica muchas renuncias.

¿Están dispuestos los dirigentes y sus grupos a asumir semejante compromiso?

Punto clave de una verdadera reforma política. (O)