Como ya sabemos, el idioma está plagado de terminología bélica. La usamos para fines nobles, para significados de admirable actitud humana: enfrentamos los problemas, combatimos las enfermedades, resistimos los temporales. Tanto enfrentar, combatir como resistir provienen de ese acervo lingüístico que parece el más idóneo para ser trasladado a la amplia problemática humana.

Sin embargo, basta rascar por encima de las metáforas para encontrar su origen, su primera acepción en el diccionario. Basta también mirar hacia atrás para identificar la actividad agresiva como piedra fundamental de la constitución de las civilizaciones. Había que hacer guerra para conseguir un pedazo de tierra libre de peligros, para ampliar las dimensiones de una tribu –ay, las pobre mujeres, vientres al servicio de sus captores–, para dominar un paso marítimo y canalizar impuestos y tributos (he allí la verdad del anhelo de griegos sobre troyanos). Seguir la historia de la humanidad es adentrarse por los caminos abusivos y dominadores de ciertos pueblos que siempre se sintieron señalados por poderes divinos para caer sobre otros, más débiles.

Admiramos la cultura romana –de la que todo Occidente es heredero–, pero junto a lengua, derecho y tradiciones recibimos un ejemplo de conquistadores que solo tuvo antes Alejandro Magno. Cuando Cristo nació, Judea era una colonia domeñada por el calzado extranjero que los zelotes resistían malamente y por eso se esperaba de él un líder político de liberación. El “dad al César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios” ha confundido a muchos, porque los peleadores comprendieron una separación de guerra y paz, con una implícita aceptación de la “necesaria” guerra.

El siglo XX todavía nos aplasta bajo el recuerdo de dos pavorosas guerras mundiales...

Cuando se llegó a tener conciencia de deberes y derechos, los poderosos defendieron el “derecho divino de los reyes”, es decir, de una organización vertical que venía del cielo y que ponía en lugar de Dios a hombres elegidos por una superioridad implícita. Reyes, soberanos, monarcas, de total autocratismo y que podían decidir el ataque a sus vecinos por cualquier motivo. La religión tuvo mucho que ver en los combates europeos y hasta en el levantamiento del Nuevo Mundo. El tramo histórico que narra a América Latina también es un muestrario de la conducta que despliegan los conquistadores ante el avizoramiento del oro, tierras y mano de obra gratis, primero, así como de las luchas posteriores para liberarse de esa opresión.

El siglo XX todavía nos aplasta bajo el recuerdo de dos pavorosas guerras mundiales, cuyos ecos resuenan ante el menor atisbo de otra conflagración. Y pese a que hoy el derecho a la paz viene aunado al deber de cuidarla con toda clase de esfuerzos, la teoría de la disuasión –ejércitos, armamentos, bombas nucleares son posesión desesperada de los países dizque para defenderse– justifica que los presupuestos de los Estados pongan en la cima de las necesidades a los instrumentos de destrucción.

Enzarzadas como están varias comunidades en abominable guerra, se me impone sacar a la luz estas memorias y deplorar el rasgo humano violento y destructor. No me convence ninguna explicación patriótica para entender que niños mueran de manera violenta y viva acorralado un pueblo. Así retrocedemos al más oscuro pasado y pisoteamos el derecho a la existencia. (O)