Hoy se rememoran nueve décadas del trágico episodio que enlutó al movimiento obrero guayaquileño, pero que legó un ejemplo de lucha por las reivindicaciones de la clase trabajadora. Nuestra ciudad fue el escenario del clamor popular que demandaba atención para sus legítimos derechos, aunque resultó cobardemente repelido.

La tarde del 15 de noviembre de 1922, las balas y los cuchillos de las bayonetas acallaron el justo reclamo de trabajadores y obreros que desfilaban por las calles del sector céntrico del Puerto, en las que al paso de las horas caerían hombres, mujeres e incluso niños, víctimas de una repudiable carnicería.

Entre los antecedentes que llevaron al sacrificio a gente inocente que integraba gremios y asociaciones de obreros constaron las repercusiones en el territorio ecuatoriano de la deteriorada economía mundial de aquella época, que ensombreció aún más el panorama del país por la demora del gobierno de José Luis Tamayo para atenuar la falta de trabajo y de circulante, el alza incontrolada del tipo de cambio, etcétera.

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Así, la desesperante situación originó el clamor popular por urgentes cambios que, al igual que la clase trabajadora, tenían la excitativa de la prensa por la revisión también de horas de trabajo, mejoramiento de salarios y más beneficios.

Varios sindicatos optaron por medidas de hecho y entonces la situación empeoró en los primeros días de noviembre de 1922.

No surtió efecto el ánimo conciliatorio de varios dirigentes laborales y las cosas tomaron otro rumbo con la urbe a oscuras, sus mercados desabastecidos, en tanto las manifestaciones se repetían. Ocurrió entonces que en la ingrata fecha de 1922, los jefes militares no actuaron con tino y dispusieron órdenes extremas para recuperar la tranquilidad, que se perdió por la actitud gubernativa.

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Un confuso incidente que pudo controlarse fue el que sirvió para que la bárbara represión se generalizara. En su afán de encontrar medios de defensa, el pueblo se vio obligado a buscarla en almacenes y tiendas, sin saber que muchos malandrines aprovechaban la confusión para cometer desafueros. Todo se entendió como asalto a la propiedad privada y los uniformados no demoraron en actuar con mayor furia.

Apostadas en sitios estratégicos, las fuerzas del orden dispararon contra la muchedumbre. Las centenas de cadáveres fueron hacinadas en fosas comunes en el cementerio general y otras lanzadas a las aguas del río Guayas. La matanza de 1922 fue el bautismo de sangre del obrerismo ecuatoriano, como lo sostuvo el jurista y educador Jorge Manzano Escalante. En cambio, Joaquín Gallegos Lara y Alfredo Pareja Diezcanseco en sus obras hacen referencia a la memorable jornada.