Guayaquil   huele a palo santo. Todo comienza después del primer aguacero, cuando los mosquitos empiezan a brotar de pozas y charcos. En las aguas limpias y estancadas se reproduce la amenaza. Desde esas plataformas,  el  anofeles y el  Aedes aegypti  vuelan, zumban, pican y transmiten el paludismo y el dengue, respectivamente.

Este invierno lluvioso, los mosquitos y el dengue remiten a los tiempos del  desaparecido Montreal –soda bar afincado frente al parque Centenario, Pedro Moncayo entre Nueve de Octubre y Primero de Mayo–. En su rocola, a más de baladas, pasillos y tangos, también había  un par de discos de Dámaso Pérez Prado, conocido como El Rey del Mambo.

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Obviamente, ahí estaba y sonaba su éxito de los años 1950, Qué rico el mambo   (“Mambo, qué rico el mambo,/ mambo, qué rico e e e e,/ mambo, qué rico el mambo”), pero algunos memoriosos también hacían sonar el tema
El dengue universitario,  en el cual sobresalía el sonido de las baquetas golpeando un aro metálico. Algunos fanáticos del mambo contaban que ese ritmo las parejas lo bailaban realizando estrambóticas figuras, como si quisieran espantar mosquitos o sufrieran la tembladera que produce la fiebre del dengue.

Pero aún hoy Guayaquil huele a palo santo. Y más durante esta temporada de lluvias y mosquitos, cuando en las puertas y ventanas de algunas casas utilizan tela metálica para evitar la invasión de los zancudos. Y ciertas tardes, los carros de la malaria pasan por la vera de los barrios fumigando su veneno. Y en los dormitorios se duerme bajo toldo para evitar las feroces y peligrosas picaduras.

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Cuentan los abuelos que antes se desconocía el uso de insecticidas y repelentes, entonces todas las familias del campo y la ciudad quemaban astillas de palo santo en tiestos de barro para espantar a los mosquitos. El palo santo –Bursera graveolens– es una planta nativa que crece en los bordes de quebradas frente al mar y en montañas bajas y medias de la costa como Galápagos, Manabí, Santa Elena, Guayas y otras zonas secas del país.
 La gran mayoría de esos troncos secos de palo santo que llegan a Guayaquil vienen de las montañas de Manabí y las quebradas de Santa Elena. Y no solo sirve para espantar mosquitos y como sahumerio, sino también como sudorífico, aliviar dolores estomacales y linimento para reumatismos.

En Guayaquil, de enero a abril, los mosquitos proliferan como nubes negras pobladas de aguijones. Es cuando el palo santo se ofrece  en calles, tiendas y mercados populares.

Así, desde hace 40 años, el manabita Neptalí Salazar, desde su local de Esmeraldas y Gómez Rendón, se desplazaba hasta Puerto López y traía sacos grandes de palo santo para distribuir entre los vendedores del sector.
Pero ahora, como la casa que le servía de bodega fue derrumbada –El Rincón de los Artistas–, trae en menor cantidad. Uno de sus clientes es Epifanio Zambrano Castro, quien en la tienda esquinera Don Zambrano –Esmeraldas y Cuenca–, entre legumbres y verduras ofrece funditas que oscilan entre $ 0,25 y $ 0,50, como también un saco con 100 palos grandes por $ 25.

“El palo santo no solo sirve para el mosquito, algunos lo vienen a buscar como remedio porque se lo recomiendan los curanderos”, comenta Epifanio mientras le vende una funda de $ 0,50 a doña Lidia Buenventura,  quien no gasta su poco dinero en insecticidas más caros y contaminantes, dice.

Buenaventura agrega que todas las noches tiene la  costumbre de quemar pequeños troncos y deja que el humo invada su casa, especialmente los dormitorios “para poder dormir en paz”.

En el bullicioso mercado Central, desde hace 14 años Segundo Guamán ofrece palo santo en su tienda de abastos. “Se vende bastante cuando hay demasiados moscos en la ciudad.  También  llevan funditas de 8 a 10 ramitas para los campos”, comenta y, al ver llegar a una posible compradora, pregona: “Patrona, vaya llevando su palo santo”.

Guayaquil todavía huele a palo santo.