Aunque no me lo crean, ciertas noches escucho el paso del tren de la Costa viajando sobre las desaparecidas rieles de la Ferroviaria. Y cuando camino junto a los restos de El Barquito, creo escuchar la voz de Daniel Santos cantando a dúo con Julio Jaramillo.

Pero en este momento, lo que escucho es que clavan los pilotes del último tramo del nuevo Malecón del Salado. El ruido de las máquinas y de los trabajadores espanta a los fantasmas. Entonces escribo esta crónica en un intento de recuperar lo que fuimos y anexarlo al nuevo Guayaquil.

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Baños curativos
A inicios del siglo pasado, el estero Salado era conocido como El Corte. Sus aguas eran tan limpias que algunos tomaban baños medicinales. Las sesiones curativas consistían en siete baños, sin faltar un solo día. El tratamiento se iniciaba en las mañanas cuando el Salado estaba en pleamar.

Desde el centro, a las 06h00, salía el primer carro hacia El Corte. Carlos Saona en Rielando en un mar de recuerdos cuenta que el señor Vinelli acudía todos los días a las saludables aguas del estero.

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Algunos bañistas se lanzaban desde el antiguo puente de madera. Los más cautos entraban, se mojaban la cabeza y después se tendían a nadar. Al salir, sentían gran bienestar y apetito. El resto del día debían conservar, en el cuerpo, el agua salada para gozar de sus efectos curativos.

El antiguo y natural balneario estaba dividido por el puente en dos secciones: la izquierda, mujeres y la derecha, hombres. Estos no podían nadar en el lado izquierdo, lo que se cumplía sin discusión.

La cantidad de bañistas era enorme, pero nunca se perdían prendas ni dinero. Sobre la orilla había puestos que ofrecían a los bañistas mañaneros café con leche, chocolate caliente, tostadas, sándwiches de jamón o queso.

En Crónicas del Guayaquil Antiguo (1930) Modesto Chávez Franco cuenta: “Las modestas instalaciones de baños están sustituidas por el elegante paseo del American Park, en cuyo centro se alza el edificio de gabinetes para vestido de los bañistas, lindo palacete de estilo morisco. En la vasta plaza hecha en relleno ganado a la marisma, gran variedad de juegos y deportes para todas las edades y gustos (...) Los baños tienen todo lo propio de la higiene, la seguridad y el deporte: piscinas, rampas, escalas, superficies deslizantes, botes, canoas, flotadores, etcétera. Y en la plaza,  restaurantes, teatro, carrusel, tiro al blanco, tobogán, balancines y juegos que da la mecánica para pesarse, medir fuerza”. Para algunos nostálgicos esos fueron los mejores días del estero Salado, el American Park y Guayaquil.

A poco tiempo de la muerte de Julio Jaramillo (9 de febrero de 1978) se publicaron crónicas y entrevistas a personas que conocieron al artista.

Es cuando se conoce que Jaramillo desde pequeño fue un asiduo visitante del Salado. Ya de adulto iba a pasear a sus enamoradas: María Eudocia Rivera, su primera esposa, y la vedette Blanquita Garzón.

En 1959 fue obligado a hacer el servicio militar en Santa Rosa, El Oro. Cuando salía franco venía a divertirse en el American Park donde tocaban las orquestas Siboney y Costa Rica Swing Boys. Años después, se instalaba en El Barquito, bar de Daniel Santos al pie del puente Cinco de Junio, y pasaban en plena bohemia entre canciones y brindis.

Estero con lagarto
Hacia 1993, en la orilla oeste de la Ferroviaria funcionaba un atracadero junto al quiosco de don Claudio, un puneño diestro en carpintería de ribera y en la preparación de cebiches. De tarde en tarde llegaba a disfrutar de la brisa y de unas cervezas un anciano apodado El Profeta, por su barba larga y blanca. Él contaba historias del Salado. Siempre decía: “Guayaquil y el estero están atadas a la cola de lagartos y caimanes”. Una vez narró la captura de un caimán hembra de tres metros de largo y cuatro quintales de peso. Los pescadores desollaron al caimán,  la carne fue repartida entre la gente congregada y el cuero lo vendieron en una curtiembre. Se creía que el animal había devorado a un suicida cuyo cuerpo jamás apareció.

Dos días atrás, Luis Bravo, antes de suicidarse en el estero Salado, había entregado a un amigo veinte sucres para los gastos de su entierro y confiado su trágica decisión. El amigo contó a la policía tan extraño encargo. Policías fueron al estero y solo hallaron el sombrero y una botella de vino vacía. Se creía que había sido devorado por los lagartos pero parece, decía El Profeta, que a estos no les gusta la carne suicida adobada con vino.

Luego, las invasiones del suburbio oeste y el crecimiento de fábricas en la vía a Daule contaminaron el estero con desechos humanos e industriales y ahora está agónico. El Municipio y diversas instituciones privadas anuncian que lo revivirán y volverá a ser el balneario de Guayaquil. Los saludables baños del Salado han quedado en la memoria.