El mundo es eso que pasa afuera mientras yo leo o escribo. La vida es eso que pasa allá, lejos, muy lejos.

Hace tres años el mundo cerró sus puertas y todos nos quedamos adentro. Nos quedamos quietos, agazapados, temerosos. Todo era raro y la quietud y el silencio nos iban desconcertando poco a poco. Pero de la incertidumbre nació la paz, de la incertidumbre surgió una suerte de confianza en el otro, de respeto por el otro. Fue como si el lado humano de los humanos se desperezara después de un largo letargo. Fue como si se nos abrieran los ojos y se nos destaparan los oídos para por fin vernos y escucharnos. Estrenábamos una suerte de hermandad.

La temible plaga del COVID-19 no era tan mala como decía la autoridad mundial de la salud, a quien pocos creían. La temible plaga trajo indignación y dolor y muerte, pero trajo también silencio y paz y tiempo.

Y un día el mundo empezó a abrir las puertas y todos empezaron a salir, menos yo. Todos volvieron a vivir, menos yo.

Mi vida pasa, a veces a expensas de mí. Pasa por un lado sin rozarme siquiera. Mis días transcurren en silencio entre muchas pantallas y muchos libros. Y mientras todo se va despertando, los hombres matan poco a poco la paz. El lado más inhumano de los humanos ruge poderoso: león de arena que tapa, león de nube que ciega, león de lluvia que encharca.

Tal vez ya es demasiado tarde, tal vez debo conformarme con mirar el mundo desde la ventana, con vivir de añoranzas...

Volvió la desconfianza con una fuerza punzante y desconocida, rotunda. El irrespeto se enseñoreó, se volvió plaga, se hizo grande, se hizo fuerte e inundó todo y nunca más nos vimos, ni nos escuchamos, excepto para insultarnos, descalificarnos, irrespetarnos. Fin de la hermandad.

La naturaleza es eso que existe afuera mientras yo leo o escribo. La naturaleza es eso que existe allá lejos, muy lejos.

Y quiero recordar cómo era caminar por el campo, por el mar, por el monte o por la selva. Quiero recordar el olor del riachuelo, su agua helada en mis pies, sus piedras lisas bajo mis pies. Y quiero recordar el olor a hierba fresca y a árbol viejo y a trébol húmedo y a flor de chuquiragua, o de retama, o de achira. Y quiero recordar también el mar, su inmensidad salada y su silbido suave. Su agua embravecida, su choque estrepitoso con las piedras o su caricia ligera a la arena.

Tal vez ya es demasiado tarde, tal vez debo conformarme con mirar el mundo desde la ventana, con vivir de añoranzas y evocaciones, de nostalgias y alegrías viejas, de abrazos ausentes y risas inventadas. Tal vez…

Lo que me impide salir a correr, a caminar, a tomar sol y a vivir es el miedo embravecido que se ha apoderado de esta casa, del barrio, de toda la ciudad. Afuera roban, me cuenta el noticiero; roban y violan, me repite; roban y violan y matan, dice hasta el cansancio el noticiero.

Anoche miré la luna. Anoche miré la luna sentada en la montaña, entonces me atreví a abrir la ventana, a gritar ¡Luuuna! y a cantar “Luna lunera cascabelera…”, y a bailar y a reír como una verdadera lunática. Fue maravilloso hasta que el grito, el canto, el baile y la risa desataron ese nudo precolombino que se había quedado a vivir desde hace mucho en mi garganta. Y aquí estoy, llorando. (O)