Los huasicamas ya habían diagnosticado que lo mío era espanto, de soplarle trago y pasarle el cuy nomás es, habían recetado, pero papá, el ilustre médico de la ciudad chiquita, jamás iba a permitir que los campesinos me hicieran una limpia.

Mamá podía hacer poco ante ese miedo infinito que me perturbaba sin horario. Competir con el Diablo y hacerme entrar en razón le resultaba imposible a papá. Los ciento cuarenta y ocho Angelito de mi guarda que la abuela me hacía rezar, junto con los trescientos ochenta y tres Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío de la Soledad servían para un carajo: el Diablo, el cementerio, la Loca Viuda y los espectros fantasmales del cuadro aquel del día del juicio final que adornaba el aula del primer grado, echaban al traste cualquier intento de curar mi espanto.

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No sé cuándo ni a qué edad logré subir y bajar las gradas sin miedo, no sé cuándo ni a qué edad dejé de prender todas las luces a mi paso, de ver diablos y fantasmas, de vivir en sobresalto.

Lo que nunca me imaginé es que ese miedo de la infancia lejana volviera a instalarse en esta vejez recién estrenada oficialmente. Y es que nadie vio venir lo obvio: el fin de la Isla de Paz. Porque eso éramos, una isla de paz donde todo se nos antojaba leve. Mientras el Cono Sur se desangraba en aquellas dolorosas y salvajes dictaduras, nosotros nos inaugurábamos de nuevos ricos, de petroleros en medio de una “dictablanda” que cometió más negociados que crímenes de lesa humanidad.

No me gusta, no quiero, me opongo a vivir con miedo, pero sé que no hay salida, que todo todo todo llegó para quedarse...

A renglón seguido nos volvimos ciegos, sordos y mudos. No quisimos o no pudimos ver las injusticias, la corrupción y la chabacanería que brotaban más negras e intensas y a raudales que el petróleo. No quisimos o no pudimos oír el ruego, el clamor de tanto pobre que crecía como hongo al pie de edificios, mansiones, carros de lujo, joyas y licores. No quisimos o no pudimos decir algo, alzar nuestra voz, gritar lo que iba a pasar, como pasó.

Y así fue cómo, tras pésimos gobiernos que gobernaron solo para los “amiguis” de su círculo íntimo, para los tenedores de deuda externa, para sus ambiciosos compadres, llegaron las bandas criminales y las de cuello blanco. Llegaron las leyes truchas, las constituciones eternas y malintencionadas, las armas de todo calibre. Y todo todo todo llegó para quedarse, porque del infierno no se vuelve.

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Ahora vivimos con miedo, con la luz prendida, con el Jesús en la boca. Aunque por estos días en que el país está militarizado en un estado de guerra, que es como un estado de excepción pero en grado superlativo, hemos postergado el miedo. Lo hemos escondido bien doblado, apretado, remordido en el cajón chiquito de la vieja cómoda. La misma vieja cómoda de donde la abuela sacaba el libro de rezar y de ahuyentar diablos, ahora guarda el miedo por treinta días más.

Pero la vida sigue, el tiempo galopa y pronto estaremos de nuevo temblando en el encierro, llorando en escondites, mordiendo con pavor la vida.

No me gusta, no quiero, me opongo a vivir con miedo, pero sé que no hay salida, que todo todo todo llegó para quedarse, porque del infierno no se vuelve. (O)