Este mes, Violeta Luna cumplirá sus primeros 81 años. ¿Cuántos los habrá dedicado al ejercicio de la poesía? Deben ser muchos, porque su primer libro, Poesía universitaria, es de 1964. Es decir, por lo menos lleva escribiendo 60 años, en los cuales ha construido una de las obras más sólidas de la literatura ecuatoriana. Quizá por eso escribo esta columna, como el justo homenaje que una de las más poderosas voces de la poesía contemporánea se merece. Y porque he leído una reciente recopilación de sus poemas, Tanta luz bajo mis párpados (Ediciones de la Línea Imaginaria, 2023), en donde está ella, con toda su sabiduría contemplativa y su persistencia en la búsqueda de lucidez, que es siempre tan esquiva.

Y aunque la vida de Violeta Luna ha tenido otras corrientes, genéricas (pues ha incursionado en el cuento, el ensayo y el periodismo) y profesionales (ha sido profesora y activista por los derechos humanos de las mujeres), la que hoy rescato es su condición de poeta. Dicen, y no se sonrojan al hacerlo, que el Ecuador es un país de poetas. Imagino que se refieren a poetas olvidados, desplazados del espacio público y expulsados de la memoria colectiva. Poco se ha hablado de Violeta Luna en esta ponderación de la literatura escrita por mujeres. Aunque seguramente eso ni le va ni le viene a la obra que ella ha levantado, porque la poesía camina siempre hacia el silencio, que a veces se parece tanto al olvido y a sus dimensiones liberadoras.

Siento que la poesía de Violeta Luna es una casa que ha resistido temporales. Y no se parte. Está llena de vida y de futuro.

En estos poemas pervive un acto de resistencia ante las violencias que hay en la vida y el devenir del tiempo, pero quizá también un aprendizaje: “Ninguna circunstancia es absoluta”, escribe en su poema Fugacidad, recordándonos que nunca dejamos de ser obras en construcción. Obras que, en todo caso, tienen raíces. En su poema Memoria, en el que evoca a su madre, o a la memoria perdida de todas las madres, dice: “Mi madre se levanta cada día/ creyéndose paloma y tantas cosas,/ mirándose en la luna/ como la niña débil y perdida/ que quiere hallar la puerta”. La figura de la madre, o la de su memoria difuminada, finalmente es un reflejo, sin el cual somos incapaces de sabernos en el mundo: “Mi madre se ha quedado sin memoria/ y ahora yo soy nadie”.

Me parece, sin embargo, que en la poesía de Violeta Luna el sentido de la luz se sobrepone al de las tragedias cotidianas. El amor que desaparece se convierte en la imagen, memorable, de un continente en llamas, porque en la creación del arte hay un arder. Violeta ha logrado preservar la vegetalidad del cuerpo y del lenguaje, tras la debacle de cualquier circunstancia significativa. En su poema El árbol habla del pino que ha plantado, que creció y se hizo fuerte, tanto que partió su casa. Hay una casa vuelta trizas. Y las casas son nuestras extensiones materiales, que existen en el territorio de una ciudad, un pequeño pueblo, un país. “Envejecen en silencio,/ comienzan a enfermarse/ y tosen, sudan, tosen. (…) Pero en el tibio escombro/ se queda tanta vida y tanto aroma”.

Siento que la poesía de Violeta Luna es una casa que ha resistido temporales. Y no se parte. Está llena de vida y de futuro. (O)