Una vez más ha muerto Sixto Rodríguez. El pasado 8 de agosto. En otra ocasión murió como lo hacen los santos en las orillas del río Ganges: dicen que se inmoló prendiéndose fuego en el escenario, mientras cantaba. Resulta que esa primera muerte, en el fondo, fue simplemente el pasar, silencioso, del tiempo. Su voz había surgido como el clamor de una multitud, en la histórica década de los sesenta, de Woodstock, de la contracultura, de los beats, de la oposición a la guerra de Vietnam y de la revolución sexual. Y luego esa voz se difuminó en el cosmos, como polvo de estrellas. En su país, el imperio colosal de Norteamérica había sido olvidado. Volvió a ser un obrero de construcción. En Sudáfrica, y sin saberlo, se había vuelto el coro espiritual de una generación, el signo de la resistencia contra el apartheid, el manto protector de un destino beatífico.

En realidad se llamaba Jesús Sixto Díaz Rodríguez. Nació en Detroit el 10 de julio de 1942, en el auge industrial de la futura ciudad fantasma. Sangre latinoamericana corría por sus venas. Así como murió en más de una ocasión, ha renacido, una y otra vez. Cuando en 1998 dejó sus herramientas de albañilería e inició su gira sudafricana, fue recibido como un dios. Un estadio entero lo proclamó como lo que siempre había sido: la banda sonora de todos los que lucharon contra un abominable sistema de segregación y opresión racial. Gente de todas las edades coreaba su música, sin poder creer el milagro de ver a su ídolo vivo, al fin. En 2006, otra vez envuelto en su discreta vida de proletario místico, fue buscado por el cineasta y productor sueco Malik Bendjelloul para hacer su película Searching for sugar man y contar, con imágenes y música, su leyenda. La fascinante historia de un renacido.

Sixto Rodríguez tenía la costumbre de volver a los escenarios como volvía a la vida: portando la intensidad con que se viven los ritos y las transformaciones. Sus letras, sostenidas en un meticuloso acto de escritura desatada, como Cervantes, aludían a las historias de los suburbios, los corazones rotos en los barrios, las drogas, la bronca, el olvido que se cierne sobre Detroit, esa Teotihuacán moderna aún en ambivalente agonía. Quizá por escribir y cantar esas historias, sus canciones –Sugar man habla de un traficante de drogas que pudo haber sido un anacoreta en el desastre– se volvieron encarnaciones de la lucha más importante que los sudafricanos emprendieron en el frenético y traumático siglo XX.

(...) no puede morir, como dicen que lo ha hecho –una vez más– el pasado 8 de agosto, porque es un renacimiento continuo...

Entonces, Sixto Rodríguez no puede morir, como dicen que lo ha hecho –una vez más– el pasado 8 de agosto, porque es un renacimiento continuo, intempestivo, sorpresivo. Quienes lo han descubierto conservan, inevitablemente, la historia de su hallazgo. Un hallazgo que implica, y en este caso es evidente, una ofrenda. Algo se entrega, perece, renace. Y mi manera de entenderlo es, incluso, contradictoria, porque él no ha buscado la inmortalidad y no la necesita. Creo que algo de eso se siente en su canción Crucify your mind, una pieza maravillosa sobre la necesidad de la propia compasión, del alivio de respirar, del buscarse. (O)