La celebración del 8 de marzo ha traído muchos comentarios y reflexiones que invitan a profundizar las realidades que vivimos.

Según se ponga el acento en ese aniversario, se trata de una celebración o de una conmemoración o ambas realidades juntas. Se conmemoró la lucha de las mujeres y las masacres de las obreras textiles de la fábrica Cotton que reclamaron en las calles por la jornada de 8 horas, abolición del trabajo infantil, la igualdad del voto para la mujer. 129 obreras permanecieron en el establecimiento y fueron masacradas en el incendio provocado por sus propietarios y la Policía en respuesta a esas reclamaciones. Es una fecha trágica que no invita a la alegría.

La celebración de la mujer por ser mujer, en cambio, convoca al regocijo y a la fiesta. Eso también ocurrió y nos llenaron de flores y halagos. Personalmente lo disfruté sin mala conciencia. E intenté seguir profundizando en el sentido de lo que vivimos.

La primera constatación es que la demanda de espacios que nos son vedados por el hecho de ser mujeres no garantiza el cambio tan anhelado. Tenemos que hacerlo con valores diferentes a los que rigen parte de las acciones humanas.

Uno de los pilares que sostiene la subordinación de la mujer al varón es el religioso. La religión ha impregnado la cultura, pero el respeto a la cultura y tradiciones no debe llevar implícita la negación de la dignidad y posibilidades de las mujeres como tales.

Casi nunca se lo aborda en conversatorios o conferencias, pues toca fibras muy íntimas del ser humano. Pero su impacto en la estructuración de la sociedad plantea la posibilidad de ir abordándolo con respeto, pero sin tabúes.

Nosotros somos un grano de arena intentando comprender a Dios desde nuestra experiencia en un universo de 2 billones de galaxias con alrededor de 300 trillones de estrellas (un 3 con 26 ceros) y cada estrella con sus respectivos planetas. Y alrededor de 100 millones de agujeros negros y todo lo que ni siquiera sospechamos. Creernos los únicos seres dotados de inteligencia y emociones parece iluso.

Frente a esas realidades abismales, poder expresar la experiencia de lo divino es casi imposible. Hacer a Dios a nuestra imagen y semejanza es un camino más corto y fácil. En la tradición cristiana occidental, Dios el Ser Supremo, asimilado a un Padre Todopoderoso, fácilmente se transforma en un fiscal castigador, pendiente de nuestras fallas. Falta la visión y comprensión de las mujeres de los textos bíblicos. Por ejemplo, en ambientes populares en los que he participado Eva es considerada como inquieta, buscando respuestas, investigadora y decidida, mientras que Adán parece pusilánime.

Si la mujer participara más activamente en las expresiones de la fe a través de las diferentes religiones, no solo estando presente, sino organizando y decidiendo, el mundo espiritual que da sentido al ser y al quehacer podría alimentar sociedades más colaborativas y menos competitivas, más respetuosas de la vida en sus múltiples manifestaciones, más llenas de asombro frente al maravilloso milagro de existir, pensar y amar.

Ocupar esos espacios también como propios es una tarea pendiente que ayudaría a construir una humanidad-comunidad consciente de su pequeñez y de su grandeza. (O)