Fue en 1966 cuando cargamos al hombro la casa, la memoria de la ciudad chiquita, el afecto de los vecinos y el rumor del río. El nuevo trabajo de papá nos arrancó de un cuajo de la tierra propia y nos instaló en la capital. Chagras perdidos, desorientados, boquiabiertos ante tanta belleza. Quito se nos abría como un enorme nuevo mundo. Todo lo que mirábamos nos gustaba. El imponente Pichincha, su casco colonial, sus grandes avenidas y esas enormes casas cuya elegancia y belleza hacían olvidar la tierra de uno. Todos los barrios tenían su encanto, su armonía, su tienda y su vecino amable.

Las heladerías eran cercanas, no había que viajar hasta Salcedo por un helado multicolor o hasta La Avelina por un cremoso, no, ¡ahí estaban!

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Hoy Quito me resulta una ciudad extraña. La sensación que tengo es la que se experimenta al toparse, al cabo de años, con ese novio guapísimo que nos puso los cuernos. Verlo y confirmar que está más feo que Hulk. Verde ya era, pero ahora su presencia sudorosa, mal trajeada y enorme nos hace abrir los ojos como si de un fantasma se tratara. Se nos olvida hasta el nombre, la mirada hacia los pliegues que le circundan es inevitable. Él, sabiéndose tan desagradable, hace su peor mueca. Queremos salir corriendo, dejar de verlo, borrarlo para siempre porque ya nos importa un comino. Sobre todo porque ya no nos pertenece. Así, así igualito es ver a Quito. Confirmar que de su belleza, amabilidad y gracia no quedó nada, es aterrador. Y así se siente la ciudad, y muestra su peor cara: la más contaminada, la más sucia, la más desordenada y ruidosa.

No hay calle que no padezca un enmarañado de cables sucios; no hay barrio que no desentone con casas y negocios incrustados a mansalva; no hay vista que no se tape con un horrendo edificio o con el humo negro y pestilente de los buses; no hay Quito, hay un desobligo que hiere, que punza, que corta.

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¿Adónde se fueron los árboles? ¿Adónde todo el verdor? El viento no sabe, la caca de perro de las veredas es más ignorante aún, quizá algún urbanizador irresponsable sabe donde murieron los árboles, donde mató el verdor, pero se calla y sigue cortando los pocos que se aferran al suelo.

No sé si soy responsable de este desastre, no sé quién debería hacerse cargo de esta inmundicia ruidosa, caótica y fea. ¿Se podía evitar? A los dueños del fundo, a los constructores de mente obesa, a los alcaldes de poca monta, a todos nosotros: ciudadanos de medio pelo, ¿nos interesaba evitar?

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Y es aquí donde se vive, o mejor dicho, se sobrevive.

Y sí, tal vez la desubicada sea yo. La que solo puede recordar hacia atrás.

–Bueno, es lo que ocurre cuando se vive al revés –dijo la reina; y añadió muy condescendiente–: Hay que reconocer que, al principio, se marea una un poco…

–¡Vivir al revés! –repitió Alicia, en la más absoluta perplejidad–. ¡Jamás había oído semejante cosa!

–La ventaja que tiene es que la memoria funciona en dos direcciones.

–Mi memoria funciona solamente

en una –aseguró Alicia–. Soy incapaz de recordar cosas que aún no han

sucedido.

–¡Qué pobre memoria es aquella que sólo funciona hacia atrás! (O)