Estaba en quinto grado de escuela cuando mi hermana me compró una libreta de autógrafos. Era de color lila con hojas verde clarito y en la tapa, con extravagantes letras doradas, se anunciaba cuál sería su uso. Supongo que hoy me parecería horrenda, pero a mis once años era de una belleza inigualable.

Don’t loose your charming personality ever (No pierdas nunca tu encantadora personalidad), escribió la Miss en la libreta de autógrafos. No en cualquier libreta de autógrafos, sino en la que pertenecía a la niña cuyos profesores le decían que caía mal; cuyos profesores habían organizado una reunión de padres de familia, sin invitar a los suyos, obviamente, para advertirles que ella era la “manzana podrida” y que debían evitar que sus hijas se contagiaran; y, cuyos profesores habían rifado una materia para dejarla en supletorio porque ella era de risa fácil.

Esa niña antipática, podrida y reilona que fui, sonrió al leer aquel autógrafo. La vida se me puso patas arriba, la frase se me clavó para siempre en la memoria, en el corazón, en el alma. Ese simple autógrafo me sostuvo, me salvó y hasta aquí me trajo. La Miss Ana María Jaramillo lo sabe, porque se lo he dicho las veces que he podido agradecerle.

Jaime Iván Kaviedes queda huérfano de padre y madre, su habilidad para el fútbol lo eleva como la espuma, le da dinero y fama que él no pudo manejar. Tal vez su alma de huérfano perdió la brújula y el amor de sus abuelos no fue suficiente. Este chico que ha hecho vibrar a un país entero con sus goles, hoy es un hombre que arma bronca, que agrede, que se porta mal. ¿Cómo habrá sido su educación? ¿Qué le faltó, qué no entendió?

La Policía Nacional está para controlar el orden público, y si un borrachito cualquiera, o uno famoso, altera ese orden, su obligación es actuar. ¿Cómo deben actuar los agentes? Como les enseñaron, parece la respuesta obvia. Pero ahí surge otra pregunta: ¿Cómo les enseñaron? Con el método Montessori, obviamente no.

A los seres humanos nos hunde o nos salva la palabra. La palabra descalificadora de padres o maestros puede ser letal.

Cabestro se llamaba el látigo hecho de cuero trenzado. Lo vendían en aquellas camionetas con megáfono que se aparcaban los sábados en la Plaza de la Virgen del Salto, en mi Latacunga. Ahí escuché una frase que también se me clavó en la memoria, en el corazón y en el alma cuando papá me explicó lo que quería decir: “Para que le vaya dando conforme siga criando”, vociferaba el hombre que vendía los fuetes aquellos.

La única explicación que tengo, tanto para la actitud de Kaviedes como para el accionar de los policías, es que la educación en las familias ecuatorianas, en los colegios y centros de formación militar probablemente sigue siendo aquella de “la letra con sangre entra”.

¿Qué pasa por la mente y por el corazón de este niño herido, de estos policías autoritarios, qué miedo antiguo, qué soledad añeja los hace actuar así? Siento dolor ante su indefensión frente a una sociedad que les ha fallado.

A los seres humanos nos hunde o nos salva la palabra. La palabra descalificadora de padres o maestros puede ser letal. Ojalá todos tuviéramos una Miss cuya palabra sea la boya que nos ayude a mantenernos a flote. (O)