El mundo occidental de influencia cristiana y algunos países africanos conmemoran la Semana Santa. En nuestros contextos, la religión para la población más joven ha perdido relevancia, confrontada a los últimos descubrimientos científicos o a escándalos dentro de las iglesias. No siempre una iglesia encargada de mantener un andamiaje que sostiene la fe ha sabido ni puede seguir el paso, el ritmo vertiginoso de las nuevas realidades y los antiguos y nuevos desafíos que una realidad cambiante le presenta. Administrada por varones, en principio célibes, encargados de ejercer el magisterio, la enseñanza, a todos los fieles, en su mayoría mujeres dentro de la Iglesia católica, le resulta complicado adaptarse y aún más difícil innovar. La estabilidad parece estar reñida con la creatividad, con el humor, con la fiesta. Y con el desafío de no aprisionar el don del espíritu en moldes viejos que revientan con el vino nuevo.

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Si algo tuvo Jesús fue que pertenecía y participaba en la religión judía. Y fue desde dentro que aportó cambios que tuvieron como desenlace su ejecución en una cruz.

Su muerte fue la consecuencia directa de un rechazo frontal y absoluto por parte de los jefes religiosos de su pueblo. Los creyentes de su época no eran malas personas, no eran delincuentes, defendían las creencias que les daban seguridad. Los escribas, los fariseos y los sacerdotes pregonaban seguir la voluntad de Dios y defendían el templo, sus creencias, sus costumbres religiosas y sus ritos, porque así descifraban las escrituras y los mandamientos, y hacían de esas interpretaciones sinónimas de la voluntad de Dios. El poder religioso era también un poder político que aglutinaba a la población y le confería identidad propia en un mundo lleno de religiones y dioses guerreros.

Proponer cambios si no lo entendían como una renovación del espíritu de su propia fe, era una blasfemia inaceptable.

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El Dios que se manifiesta en Jesús es un Dios vulnerable, es un niño en un pesebre que necesita los cuidados de sus padres para poder vivir, es un obrero que aprende con su padre a trabajar la madera, a ir a la sinagoga y de su madre a buscar la moneda perdida, a preparar el pan y el poder de la levadura en la masa, de la sal y de la luz. Es un predicador que se aloja donde lo reciben, que va a fiestas y busca momentos de soledad y oración, es un profeta que acepta las consecuencias de su verdad y es calumniado, azotado y coronado de espinas en un teatro de humillación y burlas, rechazado por sus amigos y sus discípulos; su poder no está en la fuerza, sino en el amor que estalla desde dentro de su ser y se mezcla en el ADN de toda la humanidad. Es parte de nuestra historia, nuestro hermano de raza, hombre, pero formado, dicen los cristianos, solo desde el cuerpo de María. Nos pertenece a todos y no es propiedad de nadie.

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Es la cara humana de Dios en nuestra realidad, el que vence el odio y la exaltación de la violencia, plenamente realizado en su propósito vital estalla en vida que explosiona e implosiona, en el Dios amor, en el Dios vulnerable, en el Dios que escucha, acompaña, y sufre con el mal que hacemos, pero es el amor con que amamos, la alegría que nos transforma, esa molécula de Dios que cada uno de nosotros es. (O)