La mentira es un misterio de la libertad humana. Podemos mentir porque podemos elegir entre decir la verdad, no decirla o meter una bola tamaño catedral. No es la única posible consecuencia, digamos negativa, de la libertad, pero es la que tenemos más a mano. Pero resulta que, además, mienten buenos y malos casi con la misma frecuencia: unos dicen mentiritas y otros dicen mentirotas, pero todas son mentiras. Y si los buenos mienten, lamento comunicarle que no son tan buenos. Mentir está mal siempre: por eso, cuando no se puede decir la verdad siempre está el recurso del silencio.

El domicilio del poder

No podemos cambiar el pasado, pero sí podemos cambiar el relato del pasado, y lo podemos hacer porque somos libres. Con el futuro, en cambio, hay una diferencia esencial, porque el relato del futuro se puede cambiar hasta el microsegundo del presente en que deja de ser futuro y empieza a ser pasado. Podemos –y los políticos lo hacen seguido– cambiar de opinión, de principios y hasta de convicciones, por eso no miente el que primero dice que hará algo y después hace lo contrario. Miente el que dice que hizo lo contrario de lo que realmente hizo, o vio, o escuchó, o dijo... Y los que han naturalizado la mentira como recurso para llegar al poder, han elegido corromperse y si llegan, llegan podridos al lugar en que la honestidad y la transparencia son valores y conductas esenciales.

Política exterior I

¿Y qué es la verdad? Aristóteles da una definición muy ontológica: decir de lo que es que es y de lo que no es que no es; lo que supone, primero, la adecuación entre el pensamiento y la realidad. La versión realista y completa de la verdad incluye la correspondencia entre la cosa conocida y el concepto producido por el intelecto, porque saber la verdad es presupuesto básico para decirla. El cínico sabe la verdad pero elige mentir, el necio ni sabe que miente y para el corrupto la verdad no existe.

Síndrome de candidato

La mentira se ha vuelto un activo de la política. Hay políticos que mienten sin inmutarse, sin ponerse colorados y ni mueven la aguja del detector de mentiras, pero todos los vemos mentir porque la vida pública queda cada vez más registrada. Con tanto archivo es fácil desmontar las mentiras, pero a los aventureros de la política eso no les importa nada. Están lanzados al poder y para conseguirlo –o mantenerlo– no importan los medios ni el precio, porque el negocio del poder supone una ganancia extraordinaria para esa inversión de inmoralidad y mala fama. Además, piensan, la gente se olvida y el público se renueva. Y los periodistas que han vendido sus plumas son políticos corruptos disfrazados de periodistas, funcionales a las mentiras que repiten sin cuestionar ni repreguntar.

Ni siquiera la libertad de expresión, exigida para la vida democrática, es un derecho a la mentira. Ni habilita a mentir a nadie la garantía de no ser obligado a declarar contra sí mismo, que no es excusa para el falso testimonio ni para incriminar a otros.

Es fácil descubrir al mentiroso: es el que dice que no miente. Los que dicen la verdad no necesitan advertirlo a sus audiencias. (O)