Estamos perdiendo el respeto por la autoridad, y el causante es el abuso del poder de los que deberían ejercerlo con autoridad, con apego a las leyes, y no arbitrariamente. Preferimos pasarlos por alto, como si no nos afectaran, pero si hiciéramos que se respeten nuestros derechos, miles de casos de menor cuantía se transformarían en una buena cifra si un solo abogado se animara a litigar contra esos abusos. Y una sentencia que condene a pagar las consecuencias a quienes los cometen tendría como consecuencia el respeto por los derechos individuales y por las leyes, que son para todos.

Si hay algo que nos saca de quicio a los seres humanos es la injusticia; podemos aguantar una vez, dos veces, tres... quizá más y depende de cada uno, pero cuando nos damos cuenta de que los que queremos que se nos respete somos la inmensa mayoría, entonces viene la revolución en modo Mahatma Gandhi. Es que cualquier abuso de poder lleva al irrespeto y termina mal, como la revolución de las mujeres en Irán, que cansadas del abuso del gobierno integrista islámico y sus policías morales, están dando vuelta todo un país. Pasa también con los reservistas que se escapan de Rusia para no morir achicharrados en una guerra que no les interesa. Y seguirá pasando porque ya no hay modo de esconder nada en el mundo hiperconectado.

Es que cualquier abuso de poder lleva al irrespeto y termina mal, como la revolución de las mujeres en Irán...

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El razonamiento es simple y hasta adolescente, pero es así: si la autoridad no respeta las leyes, yo tampoco lo hago. Hay muchos casos de abuso desde lo más alto del poder, político o económico. Son conocidas las fiestas en pleno aislamiento por la pandemia del primer ministro británico Boris Johnson o del presidente argentino Alberto Fernández, que los dejaron sin sustento ante la opinión pública. Pero hay todavía muchísimos más, más cercanos y que ocurren todo el tiempo: los uniformados que paran en las rutas retrasando sin motivo a los automovilistas; los funcionarios que se guardan espacio público –que es de todos– para parquear; los reductores de velocidad que jalonan nuestras vías, ejerciendo violencia física contra los automovilistas y su propiedad, y que son la confesión más paladina del abuso de poder y de la falta de autoridad.

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El ejemplo es el principio elemental de la autoridad moral. La gente no hace lo que se le dice que haga sino lo que ve que hacen los demás. Por eso quienes primero tienen que cumplir las leyes son los que las promulgan; si no, resulta que los que tienen poder hacen lo que quieren y los que no lo tienen hacen lo que quiere el que lo tiene. Ya en el año 60 antes de Cristo se decía que la mujer del César, además de serlo debe parecerlo; y hace 900 años que los dominicos dicen que fray Ejemplo es el mejor predicador.

Esta distinción entre autoridad (auctoritas) y poder (potestas) es de la antigua Roma, cuando ya se distinguía entre la autoridad moral y el ejercicio real del poder, que deben ir juntos en el gobierno de la sociedad, como dos caballos que tiran del mismo carro. Si no es así, se pierde el respeto por la autoridad y el poder se queda sin fundamento, hasta llegar a la anomia en la que nos sumergimos hace años. (O)