La guerra de por sí es una catástrofe humana. Es el reconocimiento explícito de nuestra incapacidad fundamental para resolver conflictos. El ansia de poder, simbolizado en la autoridad, el dominio sobre los demás, el creernos dueños de las cosas y personas; la codicia, manifestada en el dinero, su acumulación, el querer tener cada vez más como medio de felicidad, prestigio y libertad. Y el miedo, el profundo miedo a la muerte que trata de evitar todo lo que de una manera u otra parece atacar nuestra vida, nos lleva como animales acorralados a atacar, saquear, torturar, desaparecer a aquellos que nos lastiman o amenazan ese equilibrio inestable en que hemos convertido nuestras vidas, nuestras sociedades, nuestra presencia en esta tierra amada que transformamos en un tesoro por explotar y agotar.

Si agregamos el consumo de drogas, mecanismo de escape y falsa felicidad, cuyo negocio mueve capitales inmensos y convierte en empresa la imposibilidad de vivir bien consigo mismo, tenemos el caldo de cultivo de grandes catástrofes. Ese querer vivir buscando la euforia, la rapidez, el sexo, el gozo, evadiendo el sufrimiento, ha arrastrado en su torbellino millones de vidas.

El negocio de la droga provee el dinero con su enorme potencial de corromper y contagiar políticos, autoridades civiles, militares, judiciales, religiosas, empresariales. Los más jóvenes son una carnada fácil en esa pantalla de apariencias sin rumbo. El dinero que produce se convirtió en el motor de los enriquecimientos ilícitos. Y nuestros puertos en el lugar privilegiado para extender el negocio a todo el mundo.

Así llegamos a enfrentamientos por su distribución ya no fuera de las fronteras, sino en el país, en las cárceles, en los barrios, en carreteras, en espacios públicos y privados. Un conflicto interno asimétrico, en el que no se sabe dónde está camuflado el enemigo y las víctimas no tienen posibilidad de defenderse o muy poca. El Estado se mantenía como mero observador, sino cómplice.

Era y es necesario parar este desastre. No se puede construir en medio de asesinatos y secuestros. Los ciudadanos no pueden vivir sometidos al terror y al miedo. Los representantes del orden deben cuidar sus acciones porque se han convertido en modelos a seguir. El peligro latente es que las nuevas generaciones piensen y actúen como si triunfar en una causa justa requiera siempre la fuerza y las armas que respaldan el tener razón.

La represión los hechos delictivos no es nuestra tarea como sociedad civil, pero sí lo es prevenir y sanar la sociedad.

Por eso la educación es tan importante, manejar las habilidades básicas para desempeñarse en este mundo y los valores que nos sostienen e identifican como seres humanos complementarios. Una de esas habilidades es aprender a negociar y dialogar para llegar a acuerdos. Todos debemos entrenarnos. Y hacer de la justicia y la equidad una realidad que combata la pobreza y sus múltiples manifestaciones limitantes, una exigencia social, el aire que respiramos, caldo de cultivo de nuestra felicidad individual y colectiva.

La paz no está en volver a ser lo que fuimos, sino en integrar y transformar este profundo quiebre nacional en una construcción nueva que nos hermane y nos permita la paz fruto de la justicia. (O)