Mi alumna favorita Sylvia escribe un bello texto en el que las flores de colores de su falda blanca huelen, las flores diminutas de su falda blanca se elevan con su baile y luego llueven sobre ella y brillan. Cuenta que no se quitaba la falda ni para dormir.

Su historia me recuerda que el 22 de enero de hace cincuenta y seis años yo cumplí diez. Y que al llegar a la casa encontré encima de mi cama un buzo de cuello alto color concho de vino y un jumper que mamá había cosido para mí y que lo usaría con el buzo por dentro. Mi vestido también era blanco como la falda de Sylvia, pero en lugar de florecitas de colores tenía unos diminutos barcos y olía a mar, tenía unos diminutos barcos que navegaban sin parar. No habría sido raro si Sylvia y yo nos hubiéramos conocido antes, que mis barcos saltaran a su falda y que mi jumper se llenara de flores y tanto su falda como mi vestido olieran a agua, a juego, a sueño, a niñez.

No quiero escribir de muertes y la página se me llena de sangre. No quiero hablar de violencia y aparecen los fusiles, las armas...

Y es que así era la vida de antes, los niños imaginábamos mundos posibles o imposibles, mundos propios que siempre eran buenos. Mundos llenos de barcos, de flores, de caramelos, de rayuelas, de soles. Yo habría querido que esos barcos y flores y sueños y melcochas viajaran en el tiempo hacia otras infancias y las flores llovieran una y otra vez, y los barcos navegaran o volaran siempre. Pero no, la ambición de pocos nos llevó por otros rumbos.

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Los gobiernos irresponsables, los políticos corruptos y la ceguera general creyó que progreso era construir enormes edificios, tener malls, seguir la moda, ser cada día más rico, más exclusivo, más inescrupuloso; doblegarse ante el consumo sin voltear a ver los problemas reales de esta patria chica. Creímos que la pobreza, la desnutrición, la falta de educación y salud era cuestión de cifras. Y uno no come cifras. Hasta que la desolación y el abandono a grandes zonas del país nos estalló en la cara. Y nos hizo entender a la mala que ya no hay vuelta atrás, que la guerra está declarada.

Ahora se quiere, se intenta, se negocia para conseguir financiamiento para esta guerra. Y esto duele. Duele el petróleo derramado en chequeras privadas, duelen los impuestos no cobrados y los intereses perdonados, pero duele sobre todo que el dinero recaudado (a través de un IVA del 15 %, de presos deportados, o de lo que sea) no se invertirá en educación, ¡se gastará en armas! Y yo me quedo sin palabras, no sé qué hacer, escribir o decir.

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No quiero escribir de muertes y la página se me llena de sangre. No quiero hablar de violencia y aparecen los fusiles, las armas cortas, las largas, las balas, las granadas. No quiero decir malas palabras y estas me llueven, me cubren, me ahogan: narco-Estado, atentado, crimen organizado, operativo, incautación, bandas delictivas, alias, cabecilla, procesados, municiones…

Me voy quedando sin historias porque no sé cómo se escribe desde el miedo. Voy enmudeciendo ante el estupor que me causa la maldad. Mi lápiz da palos de ciego, mi lápiz da patadas de ahogado y no logra reencontrarse con la palabra “Paz” ni volver a la coherencia ni mirar hacia adelante con por lo menos un granito de esperanza. (O)