¿Le tenemos miedo a la vida o a la muerte? ¿O a ambas? ¿Le tenemos miedo a la nada o a la plenitud? ¿Tememos al dolor o a la falta de sentido?

¿Hemos tenido esas experiencias de plenitud absolutas, de instantes que son eternidad, en que no existe el tiempo y todo es un ahora deslumbrante, esos instantes en que sentimos que nuestra vida pende de un hilo, no por el dolor sino por la plenitud que está a punto de romper todos los límites y estallar en una alegría infinita, en una felicidad que no se puede describir y que es la dicha absoluta del ahora? Experiencias que nos sacan del tiempo y el espacio para simplemente y solamente SER.

Nos puso a pensar

El dolor y el sufrimiento pueden enseñarnos verdades, ser excelentes maestros, pero no deberían transformarse en verdugos y torturadores. Aprendemos por lo que nos falta y deseamos, pero mucho más por lo que amamos y recibimos. Es el amor el que nos hace libres, plenos, totales, que dibuja una sonrisa que ilumina los rincones oscuros de nuestro ser, como el sol que arde con la luz que nace en su centro.

Respetar la vida y sus procesos, ayudarla a manifestarse, a expandirse y acompañar sus ciclos, en nosotros y en la de aquellos con quienes estamos, es parte de nuestro caminar en esta tierra. Todos de una manera u otra estamos en esa escuela. Hemos progresado en ese acompañamiento.

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Antes muchas mamás morían al dar a luz en el proceso del parto o como consecuencia de él, hoy el avance médico salva, en la mayoría de países, madres y niños y hace que no sea tan doloroso el “castigo” de dar a luz. Nos ayudan a nacer. Y encontramos normal y un avance de la humanidad el poder hacerlo, porque sabemos la alegría que nos espera al tener un niño en los brazos. El niño no lo sabe. No siempre recordamos la experiencia traumática de dejar la comodidad del vientre materno, pasar por un canal estrecho y enfrentarnos a la luz y tener que respirar por nosotros mismos, Nuestra vida comienza con un grito y con un llanto, generalmente así también termina.

De la misma manera, llegado el momento, en procesos irreversibles, cuando nuestro cuerpo quiere morir y no puede hacerlo, o no lo dejan, porque bajo pretexto de mantenerlo con vida lo sostienen con cables y tubos, es misericordioso ayudarlo a partir.

Como la cesárea, sin dolor y en las mejores condiciones. Para el paso a esa otra realidad que tememos porque no conocemos, ese parto que no sabemos qué depara.

Casi siempre es el miedo a lo desconocido, el terror a nuestros fantasmas, lo que nos impide dejar partir a quienes deben emprender el vuelo. Porque también es invasivo sostener una vida que ya se extingue y transformarla en una luz vacilante que se agota sin poder apagarse. Sostener un sufrimiento insuperable que se transforma en tortura, cuando no hay posibilidades de continuar el viaje, nos convierte en verdugos.

La eutanasia en el fondo nos enfrenta con el amor en sus múltiples manifestaciones. Incluido el de dejar partir y el de ayudar a partir cuando se agotan las posibilidades de continuar un viaje que ha llegado a su destino.

Es evidente que puede haber excesos como en todo accionar humano, pero es bueno plantearlo no solamente desde la ley, sino desde la empatía, la ternura y la compasión. (O)